Eduardo Blandón
Es casi un milagro, al menos desde mi propia historia, ver fotos de infancia. Ya sea porque las condiciones económicas no permitían tener una cámara o por desinterés de los adultos de la época, esos registros son raros. Y, sin embargo, acabo de recibir una foto en la que aparezco con ocho años. Me veo y apenas me reconozco. Salgo con un casco de combate y una espada que blando sonriente. ¿Ese soy yo o era yo?
Quizá ambas cosas. Mientras veo mi cara de niño, pienso en los momentos importantes de mi vida: las decisiones, las batallas, las heridas y las frustraciones que han marcado mi carácter. Hago un balance y, sin dramas, me muestro indulgente frente a mis errores. Siento más tristeza por lo que llaman “daños colaterales”, el sufrimiento causado a otros por mis elecciones torcidas.
No me gusta ser el malo de la película, pero entiendo que la comunión inevitable lleva aparejado el perjuicio hacia los demás. Y aunque he reparado yerros, todavía siento la infamia de mi escasa benevolencia. Creo que deberíamos pasar por la vida siendo buenos, repartiendo sonrisas y mostrando buen humor. Nadie merece nuestras espinas.
A los ocho años no pensaba más que en el presente. Era yo quien jugaba a ser soldado. Un guardián “sui generis” que amenazaba con una espada de plástico y una apariencia feliz. Lo era. Y quizá hasta lo seguí siendo, pero como los adultos: con cálculo, prisas, mañas, mentiras y muchas ilusiones en un porvenir imposible. De ahí las marcas de la vida para ser ahora un veterano de guerra signado por batallas perdidas.
Empezamos a envejecer cuando somos incapaces de imaginarnos distintos, si la lógica priva y aprendemos a hacer cálculos. Signos de ruina son la pérdida de esperanza y la obstrucción de los sueños, la incapacidad de amar sin hacer cuentas de pros y contras. Ya podríamos morir, no hacemos falta, somos absolutamente prescindibles. Ahora sí somos escombros de una hermosa promesa fallida, herrumbrada por los años.
¿Podría ser inevitable lo que parece un destino? Quizá sí, pero se necesita volver al corazón del soldado. Cortarnos el pelo, ya adultos, blandir la espada y batirnos en duelo cada día. Sentir el coraje, resistir, fortalecer los músculos y tener valor. Es primordial que, al perseverar en la ilusión, demos estocadas firmes a la realidad que se impone. Y sí, si tenemos que morir, lo hagamos gozosos retribuyéndole a los demás los daños infligidos. Una vida así, según creo yo, vale la pena ser vivida.