David Martinez Amador

Politólogo. Becario Fulbright-Laspau del Departamento de Estado Norteamericano. Profesor Universitario,, Analista Político y Consultor en materia de seguridad democrática. Especialista en temas de gobernabilidad, particularmente el efecto del crimen organizado sobre las instituciones políticas. Liberal en lo ideológico, Institucionalista y Demócrata en lo político.

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David C. Martínez Amador

La crisis producto del COVID-19 ha destapado una realidad que si bien ya era conocida, se había dado por aceptada. Quienes ganan las elecciones presidenciales, independientemente de su perfil y conocimiento, adquieren capacidades que les permite incidir en rublos donde posiblemente no deberían hacerlo. Esto es algo muy propio y exclusivo del régimen presidencial de gobierno. Quizá es una de sus mayores debilidades.

Las opiniones presidenciales terminan impactando en el ambiente público de una forma que no lo hace la opinión de otro funcionario público electo o designado. La visión que un presidente tenga con respecto a lo que debe ser o no la institucionalidad, el funcionamiento del Estado o los grandes ejes de reforma termina siendo proyecto de Estado. Sin importar si esta visión es parcial, limitada, un prejuicio ideológico o una fijación enfermiza, las opiniones presidenciales por lo general terminan nutriendo programas específicos de gobierno. Cuando no es así, al menos la visión presidencial termina por afectar el funcionamiento de las instituciones ya existentes. Incluso cuando esas opiniones presidenciales contradigan el sentido del histórico diseño institucional. La administración del Presidente Trump es un reflejo de lo anterior.

Es también una característica propia del régimen presidencial que quien gana la elección designe en su gabinete todo aquello que simplemente le agrade, tenga o no un perfil adecuado para ejercer en la administración pública. Si algo nos ha mostrado esta pandemia de forma muy concreta es que los nombramientos en el Estado requieren dos cosas: 1) un conocimiento de tipo académico con respecto a la cartera que se dirige, y, 2) el ´know how´ relativo a los procesos público-administrativos de cada dependencia. Precisamente, en momentos de crisis cuando las designaciones de tipo ministerial deben ejecutar o ´destrampar´ procesos con prontitud y efectividad resulta que nadie puede moverse con la velocidad necesaria. Las razones personales, la afinidad o el criterio ideológico ya no pueden ser los únicos elementos que orientan la toma de decisión en los Estados.

En realidad, más que necesitar de políticos amateurs en los puestos clave se necesita de profesionales de la administración pública. Luego que esta crisis concluya – cuando eso llegue a suceder- muchas sociedades (no sólo Guatemala) deben cuestionarse con mucha seriedad si se puede seguir teniendo funcionarios electos sin experiencia previa (o mínima) en la administración pública así como carecer de estudios relativos. De hecho hay que reconocer que aunque se puedan tener los mejores asesores si no hay un poco de conocimiento previo los asesores terminan hablando un dialecto incomprensible para los tomadores de decisiones. Ojo, asumo la presencia de asesores profesionales en materia de gestión gubernamental, comunicación efectiva managment público y no solamente asesores de mercadeo electoral.

La crisis del COVID-19 terminó por desnudar los sistemas de gobierno que siempre habían vivido de la improvisación o de resultados escuetos. No se puede seguir postergando profundizar la reforma de la administración pública y las ´buenas prácticas´ de gobernanza en todos los planos.

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