Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral
Una de las enseñanzas más claras de la historia es que los Estados y los gobiernos siempre tienen la tendencia a querer acumular más poder. Nuestra propia historia como país y como región, es una historia de dictaduras y regímenes autoritarios que mantienen subyugada a la sociedad de forma arbitraria y caprichosa por parte del gobernante de turno. Esta forma de gobernar cae dentro de lo que los economistas Daron Acemoğlu y James Robinson, del MIT y Harvard respectivamente, denominan el concepto del Leviatán (Estado) desencadenado, que es un Estado despótico, sin ningún control por parte de la sociedad para limitar el poder y la arbitrariedad del dictador.
Basta con recordar a Chile bajo Pinochet, Perú con Fujimori, Paraguay bajo Stroessner, entre otros. En Guatemala hemos tenido dictaduras de todo tipo, desde Rafael Carrera, pasando por Justo Rufino Barrios, Manuel Estrada Cabrera, Jorge Ubico, Ydígoras Fuentes, etc. (La lista entera me ocuparía la mitad de esta columna). Con un Leviatán desencadenado, el Estado es sumamente fuerte , la sociedad precariamente débil y las consecuencias son nefastas. Bajo la misma teoría de los autores mencionados, existe también el Leviatán ausente, comúnmente conocido como Estado Fallido, donde la sociedad (por lo general inmersa en pugnas intestinas entre clanes) es muy fuerte en detrimento del Estado. En esta situación el Estado no puede garantizar ni las mínimas condiciones de hacer cumplir la ley, velar por la vida e integridad de sus ciudadanos, y mucho menos proveer servicios públicos en lo absoluto). Un claro ejemplo de este tipo de Leviatán es Somalia.
Actualmente, Guatemala no entra dentro de la categoría de Leviatán desencadenado ni ausente, sino dentro de otro estilo denominado Leviatán de papel. En esta categoría, el Estado no es lo suficientemente fuerte para para ser una dictadura a toda regla ni es tan débil para ser considerado un Estado Fallido. La sociedad en esta categoría es altamente apática y empobrecida. Contamos con lo peor de los Leviatanes anteriormente descritos. Nuestro Estado es débil, ya que provee ciertos servicios públicos, pero en su mayoría son deficientes e insuficientes. Las instituciones que deberían de representar los intereses de la población, como el Congreso, son una fachada que hace absolutamente todo, menos velar por la sociedad.
Y si bien, actualmente no tenemos un dictador a la vieja usanza en el poder, ese grado de despotismo que aún conserva se traduce en una corrupción endémica, impunidad rampante, en un Estado capturado por mafias y con una clase política por encima de la ley. Nuestra sociedad es tan apática, que rara vez nos escandalizan los descarados actos de corrupción y nos acostumbramos a ver la pobreza como algo natural.
Al ideal que se debe aspirar es a un fortalecimiento tanto de la sociedad como del Estado. Esto último choca, sobre todo por nuestras propias experiencias con dictaduras. Pero tiene su lógica, ya que un Estado fuerte, pero encadenado por una sociedad igualmente fuerte, puede hacer cumplir la ley sin excepciones ni distinciones, puede proveer servicios de calidad y que beneficie a la totalidad de la población. Con una sociedad fuerte y vigilante, los políticos se convierten en lo que en verdad son: servidores públicos que responden y son responsables por sus actos. La libertad y desarrollo de una nación radica en un delicado equilibrio entre una sociedad organizada y un Estado fuerte que garantice el cumplimiento de la ley, la libertad y mantenga el monopolio de la violencia legítima. Un Leviatán encadenado es un sirviente útil a su dueño vigilante, la sociedad civil.