Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
El caso de la entrega de Alejandro Sinibaldi a las autoridades luego de casi cinco años de haber evadido la acción de la justicia es, sin duda, no sólo comidilla entre la opinión pública sino también objeto de muchos comentarios y opiniones entre la ciudadanía, además de las preocupaciones que puedan sentir quienes pueden salir a bailar si él cumple su ofrecimiento de desnudar cómo funciona el sistema de la corrupción en el país. Siempre he pensado que cuando uno incurre en una acción impropia, sobre todo si llega a ser además ilícita, es elemental dar la cara y asumir la responsabilidad que se derive de los actos sin andar buscando subterfugios para atenuarla y si bien Sinibaldi lejos de dar la cara lo que hizo fue escapar del país y refugiarse en el extranjero por casi un lustro, lo que agrega otros ingredientes a su ilícito comportamiento, al volver tiene obligación de enfrentar las consecuencias de sus actos, sobre todo si, como dijo en su comunicado, el mayor interés que le anima es el de su familia que ha tenido que pagar ya un alto precio por lo que él hizo como político y como funcionario público.
Los acontecimientos que vivimos durante varios años de profunda investigación de la forma en que opera la corrupción nos permiten a los ciudadanos tener alguna idea de cómo es que actúan las mafias y del perjuicio que eso le causa al país porque la captura del Estado se traduce en que éste traiciona sus fines esenciales y en vez de velar por el bien común se dedica a satisfacer la desmedida ambición de los que se encargan del saqueo de la cosa pública.
Pero por mucho que sepamos o tengamos idea de qué es lo que ocurre y cómo es que proceden los diversos actores de la corrupción, el aporte que puede hacerse cuando alguien que ha sido uno de los más destacados operadores del trinquete habla claro y con pruebas de cómo es que funciona la cosa, puede hacer una enorme diferencia. Diferencia que, creo yo, puede también significar la reivindicación de esa familia que quedó abandonada cuando el político se convirtió en prófugo.
Lo hecho no se puede borrar, pero para cualquier hijo siempre habrá una gran diferencia entre tener un papá corrupto que huye y no da la cara o uno que enfrenta a la justicia y, además, señala el modus operandi del sistema para plantear elementos que puedan ayudar a reformas profundas que ataquen las formas en que no sólo se permite sino se alienta la corrupción. Eso no quitará la culpa de lo que se hizo, pero al menos los hijos podrán sentirse satisfechos de la actitud ejemplar que, finalmente, pueda adoptar su padre.
Por supuesto que para dar la cara y asumir la responsabilidad de los hechos hace falta aquello que mi abuelo llamaba “atributros” porque no sólo hay que enfrentar las consecuencias legales, sino también enfrentar el odio y la sed de venganza de quienes se vean descubiertos y expuestos por la simple y llana relación de la forma en que se opera y se actúa, pero pensando en la reivindicación de la familia, obviamente es algo que vale la pena.