Mario Alberto Carrera
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Cada vez que yo –lector- comienzo a hablar de distribución con equidad de la riqueza (y aún más de la cada vez más olvidada Ley de Desarrollo Rural Integral) a unos muchos (y no a unos cuantos) se les pone la piel de gallina y se erizan. Tal es su capacidad de insaciable codicia.
Algunos porque son colosales latifundistas –dueños de grandes extensiones sin cultivar- a quienes les parece inverosímil una ley que pudiese poner en “sedicioso” peligro las tierras que en su día alcanzaron por la gracia del tirano Barrios que, arrebatándoselas a los pueblos originarios, dióselas a grupos minoritarios de elegidos azucareros y cafetaleros -o que llegarían a serlo. Y otros –que son muchos más pero no demasiados- que pusieron de moda el neoliberalismo y la famosa economía de mercado, pero preñada de antinomias, también se incomodan. Son los primeros en dedicarse a mansalva al monopolio y al refinado oligopolio. El laissez del liberalismo sólo para unos pocos…
Escasos momentos como este tan lleno de rasgones y raspaduras económicas para hablar o repensar el mundo opulento de la riqueza, enrostrado al planeta inerte y pálido de la pobreza extrema en horas de pandemia guatemalteca -de famélicas banderas blancas- en las puertas de los centros comerciales templos del consumismo
No puede haber nada más terrible que el hambre, lector. Esa hambre furiosa, fatal y desmembrada de la vida digna, cuyo gesto tremendista deja atrás –en importancia- a la vejez, la enfermedad o al final mismo de la vida para algunos tan temido. Fantasmas aterradores de los que el padre de Buda intentó, inútilmente, que su hijo no conociera.
La matriz de la novela española de todos los tiempos es El lazarillo de Tormes y no el Quijote. En mis cursos universitarios del hispano Siglo de oro subtitulaba a esta obra anónima como la biografía del hambre. El asunto del hambre es una constante en la narrativa de España. Se repite en otras novelas del país del que somos herederos de su idioma como en La colmena de Cela, en Tiempo de silencio de Luis Martín Santos o en La busca de Baroja. Es curioso que en nuestro país -donde el hambre es la zorra que roe todos los días el vientre de los guatemaltecos- no se haya producido una novela de fuente tan esperpéntica.
Cuando pienso en el hambre nacional, que ya va siendo hora de que aparezca en nuestro emblemático Escudo ¡tan recargado con fusiles!, retrocedo en una memoria que no es exactamente la mía, sino de mis lecturas, por razones de mi edad, a los avatares del Decreto 900 o Ley de la Reforma Agraria de Arbenz. Una reforma completamente de orden capitalista y no socialista ni menos comunista. Pero claro, tenía que tocar propiedades sagradas de la Frutera y de unos muchos millonarios de los de fustán con picos. Y vino el Sr. Herbruger –con otros cuantos de su misma condición encomendera- y detuvo el proceso. Dicho sea de pasó muchos años más tarde Herbruger fue jefe de Giammattei.
Si aquel camino glorioso y de promisorias aguas de la revolución de octubre no hubiera sido restañado por la Liberación “bendita” de CACA, ¿cómo sería o cómo habríamos enrostrado hoy la pandemia?
El tiempo puede que sea circular. Y que regrese de alguna manera. Pero no retorna igual. De modo que el Decreto 900 es sólo un ideal perdido. Es hora de inventar otro para nuestro tiempo. O inventamos o erramos. Para el espacio y el tiempo de hoy. Repensemos las teorías y los modelos en el marco de la pandemia que nos azota. Es una obligación categórica e indisputable.