Alfonso Mata
Acto III. Negociación de respuesta pública-privada-población
El reconocimiento y la intervención en una epidemia implica acción colectiva. Las características y el rumbo que tomará una epidemia, no depende solo de los recursos médicos, depende también de la presión que genera la comunidad sobre la acción política y esta sobre la comunidad, decisivo es ese accionar en doble vía. El contraste en esto con una enfermedad no epidémica como la tuberculosis es instructivo; aunque demográficamente mucho más significativa por la magnitud de su morbimortalidad en el siglo XIX, la tuberculosis no provocó la sensación de crisis que acompañó a las epidemias de fiebre amarilla y cólera o al tifus en nuestro medio. Tampoco provocó presión moral y política para medidas inmediatas y decisivas como provoco la pandemia de 1918. En la actualidad vemos la misma actitud ante la desnutrición, las infecciones gastrointestinales y las enfermedades respiratorias en nuestro medio. El estrés de una epidemia, por otro lado, la falta de acción política y comunitaria, constituye un delito y causa mucho temor. En este sentido, una epidemia podría compararse con un juicio, con elecciones políticas, que provoca posibles veredictos y cambios dramáticos de funcionarios. En Guatemala, como la justicia es lenta y cuando se imparte es mala, lo que está sucediendo con el manejo de la pandemia es un real reflejo de nuestra justicia: Inoperante, parcial y fuera de metas y resultados esperados, confiables y justos.
Esta similitud sugiere otro aspecto dramático de una epidemia: la actitud del pueblo. Las medidas para contradecir una epidemia que moviliza la población van constituidas de rituales, ritos colectivos que integran elementos cognitivos y emocionales pero también costumbres. Muchas veces chocan con las públicas y no es raro que “si no se me presiona no cumplo con la ley” . En este sentido, la imposición de una cuarentena, digamos, o la quema de alquitrán para limpiar una atmósfera infectada, la no reunión de hombres y mujeres en lugares públicos, pero si la obligatoriedad de días de ayuno y oración, ¿juegan un papel similar? La actuación visible de la solidaridad comunitaria se pierde, ante una falta de democracia y una vivencia permanente dentro de privilegios y excepciones y se consolida cuando se ha vivido dentro de un régimen de derecho.
Al mismo tiempo, para los grupos profesionales y académicos, esos rituales colectivos, afirman la creencia ya sea en religión, en patología racionalista o en alguna combinación de los dos mientras que esas creencias en la población prometen una medida de control sobre una realidad intratable y les disipa temor. No es sorprendente que las comunidades en momentos de miedo y desorganización social incipiente busquen la seguridad de marcos de explicación tradicionales que se alejan de las políticas, lógicamente basados en su experiencia vivencial anterior de que los accionares políticos no les brindan tanto significado como la promesa de eficacia religiosa o de costumbres propias.
Desde el siglo XVIII, nuestros rituales y comportamientos ante las pandemias, han sido de diversa índole. Hemos recurrido de manera ecléctica a una variedad de fuentes de autoridad; Se podrían proclamar días de oración y ayuno junto con la promulgación simultánea de procedimientos para limpiar y desinfectar casas, campos y calles. Para el historiador y el científico social, por supuesto, el contenido de los acontecimientos públicos, proporciona información sobre los valores sociales en momentos particulares, mientras que los conflictos sobre las prioridades entre ellos proporcionan información sobre las estructuras de autoridad y creencia. Así, en la epidemia de cólera de 1832, las inconsistencias entre los puntos de vista laicos y médicos de la política de contagio en toda Europa y América muestra una lucha de bandos y no siempre granítica. El caso del cólera en tiempo del gobierno de Mariano Gálvez es claro: lo religioso contra lo político y en lo político con bandos. Igualmente los laicos casi unánimemente asumieron que la nueva enfermedad era contagiosa, mientras que la opinión médica se dividió. Si uno analiza los documentos de esa época de lo sucedido en Estados Unidos, para citar otro, ejemplo de actitud, la hostilidad hacia los inmigrantes y los católicos romanos desempeñó un papel importante en la configuración de las respuestas a la epidemia, mientras que en Inglaterra la hostilidad de clase y la sospecha endémica contra los médicos y sus motivos, desempeñaron un papel más importante en la definición de las opciones de política. Sin embargo, como ya indicamos, la imagen de una coexistencia consistente, aunque a veces incómoda, entre los estilos de pensamiento religioso y racionalista o mecanicista y tradicional popular, es una característica de la sociedad a lo largo de los tiempos que define claramente una respuesta a una epidemia o ¿acaso hay grandes diferencias con lo que está sucediendo en estos momentos con la COVID-19?
La adopción y administración de medidas de salud pública inevitablemente refleja también actitudes políticas y culturales. Los pobres y los socialmente marginados, por ejemplo, históricamente han sido etiquetados como las víctimas desproporcionadamente probables de enfermedades epidémicas, y han sido tradicionalmente los objetos de la política de salud pública. La evidencia empírica históricamente acumulada, ha respaldado tales suposiciones. Por otro lado, la experiencia y la ideología han forzado la asociación propiciadores/víctimas entre estas clases sociales. Tales puntos de vista se han manifestado en una variedad de formas. Las cuarentenas y la desinfección del siglo XIX se impusieron, por ejemplo, a los pobres y sus posesiones, no a los ricos. Eso se nota incluso en los transportes, en los barcos en la clase de cabina no había restricciones en las de pasajero sí y así podemos mencionar miles de ejemplos, incluso después de que la teoría de los gérmenes estuviera bien establecida, incluso en la actualidad. La polio proporciona otro ejemplo pertinente, en la epidemia de 1916 en Nueva York, se aplicaron medidas profilácticas en los barrios de inmigrantes sucios y densamente poblados, que en el pasado habían criado tifoidea y tifus y no en los suburbios más prósperos, menos concurridos, y aparentemente salubres y en áreas de clase media que, de hecho, produjeron muchos de los casos.
Las epidemias generalmente terminan con un gemido, no con una explosión. Las personas susceptibles huyen, mueren o se recuperan, y la incidencia de la enfermedad disminuye gradualmente. Es una secuencia plana y ambigua pero inevitable para un último acto. Pero también proporciona una estructura moral implícita que puede imponerse como epílogo.
¿Cómo enfrentó la comunidad y sus miembros el desafío de la epidemia? No solo durante su producción sino, lo más importante, después?. Esto no pertenece al mundo de la literatura sino más bien de la historia y de los formuladores de políticas preocupados por las epidemias. Si como ellos queremos mirar hacia atrás debemos hacer tres preguntas: qué incidentes particulares de «impacto duradero» han tenido y qué «lecciones» se han aprendido. ¿Han muerto los muertos en vano? ¿Ha vuelto una sociedad despreocupada a sus formas habituales de hacer las cosas tan pronto como la negación se convirtió una vez más en una opción plausible y a propiciar de nuevo los riegos? Esta agenda moral implícita a menudo ha acompañado y en algunos casos sin duda motivado auto- consciente y pragmáticamente a los estudiosos que a través de sus reflexiones y conclusiones han permitido la evolución de la política de salud pública y su toma de decisiones y planificación pero en la realidad tal como lo está mostrando la COVID-19 el hombre, la sociedad, los gobiernos aun no aprenden de lecciones pasadas.