Por GISELA SALOMON y CLAUDIA TORRENS
MIAMI
Agencia (AP)

Dora no sabe cómo hará para pagar la renta, el agua, la luz y el teléfono. Tampoco sabe cómo alimentará a sus tres niñas. Su padre, que la ayudaba a sostener económicamente a la familia después que su esposo fue deportado a El Salvador, está enfermo de COVID-19, inconsciente y conectado a un respirador. Ella se ha contagiado y tampoco puede trabajar.

«No sé ni cómo voy a salir adelante», dijo la salvadoreña de 34 años que pidió no ser identificada por su apellido por las amenazas de golpes de sus vecinos que tienen miedo a contagiarse.

«Estoy preocupada. No hallo ni cómo hacer para pagar los biles (las cuentas). No sé ni qué pensar», dijo desde su casa en las afueras de Miami después de explicar que cada vez que ha pedido ayuda a organismos públicos se la han negado porque no tiene permiso de trabajo ni documentos legales.

Mientras hay zonas de Estados Unidos que empiezan a abrir muchos de sus comercios tras superar lo peor de la pandemia, cientos de familias inmigrantes siguen paralizadas por el nuevo coronavirus: han perdido a la persona que aportaba el mayor sueldo en su casa. Su vulnerabilidad es aún mayor cuando no pueden acceder a ayuda federal debido a su condición migratoria.

Sin recursos, ahorros o la posibilidad de trabajar, viven en una especie de limbo e incertidumbre diaria, sin saber cómo pagarán las cuentas o si tendrán algún tipo de ayuda para alimentarse.

En Nueva York, Sara Cruz perdió a su esposo Raúl Luis López el 18 de abril.

El inmigrante mexicano era su único sustento en el apartamento que ambos compartían en el barrio de Queens. Tras su muerte por coronavirus, Sara, una inmigrante de 30 años que no trabajaba, se mudó al apartamento donde viven sus hermanos y está buscando empleo.

Los hermanos no han podido pagar la renta durante la pandemia porque se quedaron sin trabajo y Sara sale cada día a la calle a hacer fila para recoger comida que reparten grupos de ayuda.
«Él (Raúl) lo pagaba todo», dijo. «Está bien duro. Está muy difícil desde que él se fue».

Muchas familias inmigrantes no tienen el apoyo con el que cuentan familias estadounidenses o con un estatus legal en el país, ya que no pueden solicitar el pago por desempleo o beneficiarse del paquete de ayuda de emergencia que emitió el gobierno recientemente, dijo Julia Gelatt, una analista del Migration Policy Institute.

En enero de 2020, un 52% de las mujeres inmigrantes hispanas trabajaba, mientras que en abril, en plena pandemia, la cifra cayó al 38%, dijo la experta. «En casas con inmigrantes, y especialmente con inmigrantes hispanas, se suelen registrar niveles más bajos de participación en el mercado laboral. Así que si el esposo fallecido era el principal sustento, eso es por supuesto un desafío económico enorme», explicó.

No existen estadísticas oficiales sobre el impacto económico de la pandemia en los inmigrantes sin autorización legal. Por lo general los hispanos trabajan en industrias de servicios que han resultado fuertemente afectadas por la situación —como la de restaurantes y hoteles— o de alimentos —como la agrícola y de procesamiento de carnes—, que han registrado numerosos casos de enfermos.

En Miami, Dora necesita al menos unos 2.000 dólares mensuales para cubrir sus necesidades básicas, pero desde hace casi un mes sus ingresos se han reducido a casi nada. Vive además en un ambiente hostil: sus vecinos la han amenazado con apedrearla si sale de la casa, por temor a contagiarse, y el dueño de la casa donde vive le llama cada día para reclamarle el pago del alquiler o el desalojo de la vivienda.

Como si fuera poco, en los últimos días la han llamado también del hospital donde está internado su padre para reclamarle una cuenta de cerca de 62.000 dólares.

Hasta abril, trabajaba en un campo de la ciudad de Homestead, vecina de Miami, recogiendo guayaba más de diez horas al día. Ganaba 300 dólares semanales, que sumándolos a los ingresos de su padre Vicente le alcanzaban para vivir sin sobresaltos.

Estuvo dos semanas sin ir a trabajar porque tenía miedo de salir de su casa. Finalmente se atrevió a salir, pero al segundo día la llamaron del hospital para avisarle que tenía el virus. Desde entonces permanece casi todo el día con fiebre y dolorida, encerrada en su cuarto, y las niñas en el suyo. La mayor, de 13 años, se ha hecho cargo de cuidar a sus dos hermanitas menores, de nueve y tres años.

Por ahora la única ayuda que tienen es de una organización sin fines de lucro que le ha suministrado comida. Sus hijas, que son ciudadanas estadounidenses, reciben cupones alimenticios del gobierno por unos 300 dólares mensuales, que no les alcanzan.

«Es gente que necesita comida y que no las saquen de sus casas (por no pagar el alquiler)», dijo Nora Sándigo, directora de la fundación que ayuda a Dora. «Hay gran cantidad de familias afectadas. Es terrible. Es una situación deplorable», expresó tras explicar que sólo han podido asistir a unas 200 de las más de 770 familias que les han solicitado ayuda porque también a la organización le cuesta conseguir donaciones.

En Nueva York, Cedi Victoriano se pregunta ahora qué hará tras haber perdido a su novio y padre de sus dos hijos.

Víctor Morales, de tan sólo 33 años y quien falleció en abril por coronavirus, era su principal apoyo financiero: los 200 dólares que le enviaba cada semana la ayudaban a comprar ropa, a pagar las citas médicas de su hijo de nueve años y las facturas de luz y gas.

«Él nunca dejó de mantener a sus hijos», dijo Cedi, una inmigrante mexicana, entre lágrimas. «Voy a tratar de echar para adelante porque no hay de otra».

A pesar de que la pareja estaba separada, Víctor enviaba el dinero a Cedi religiosamente gracias al sueldo que ganaba trabajando en la barra de dos restaurantes. La mujer vive ahora en un apartamento del Bronx cuyo alquiler pagará la ciudad hasta diciembre. Cedi, de 35 años, que carece de estatus legal en el país, accede al programa de cupones de alimentos porque sus hijos son estadounidenses.

Sin la ayuda de Víctor, sobrevive gracias a dos tarjetas con fondos limitados que le entregó una organización local sin ánimo de lucro. Antes de la pandemia, limpiaba casas pero las citas médicas de su hijo debido a problemas de eccema y alergias no le permitían trabajar cada día, explicó.

«Siento que estoy en una etapa, que todavía no la he pasado quizás, que es de duelo, pero sé que voy a salir adelante porque hay vida, hay esperanza», dijo.

Al igual que Cedi, el dolor de Dora no sólo tiene que ver con lo económico.

Los médicos le han pedido que firme documentos autorizándolos a desconectar a su padre del respirador porque no responde a ningún tratamiento. Es una decisión que por ahora rehúsa tomar.

«Yo no les voy a dar el consentimiento», aseguró acongojada mientras su hija de tres años lloraba a gritos. «Ahí que lo tengan».

Artículo anteriorTenis volverá sin público y con menos premios
Artículo siguiente¿Países pobres tendrán acceso a vacuna contra coronavirus?