Eduardo Blandón
La efervescencia de los días parece ser la expresión de que nos encontramos en un momento crucial de la historia. Quiero decir que los protagonismos globales, el enfrentamiento entre potencias, Estados Unidos, China y Rusia principalmente, son movimientos tectónicos que no deben pasar desapercibidos a causa del Coronavirus -que se ha colado inesperadamente en las ya agitadas aguas en que nos hallábamos-.
Algunos han visto en el COVID-19 el punto de inflexión generador de un cambio epocal del que debemos esperar una especie de renacimiento, la conversión de nuestra conducta errática superada por una sorpresiva madurez. Tristemente es solo un ardid más de nuestra propensión imaginativa, pues la realidad indica la permanencia de impulsos primitivos.
Me refiero al instinto de guerra que prevalece entre las distintas potencias que amenaza no solo la estabilidad de esas naciones, la vida, la economía y la paz, sino el propio porvenir del planeta del que dependemos los que la habitamos. Hay que reconocer que no hemos extirpado la cultura de muerte en pleno siglo XXI, peor aún, la voluntad de exterminio ha sido sofisticada por una tecnología sin límites.
De igual modo, el apetito de consumo, esencial en la dinámica capitalista, continúa condicionando la vida de las demás especies. No hemos transitado del modelo en que nos sentimos superiores, “reyes de la creación”, facultados para disponer de la naturaleza a placer, a uno alterno en el que reconocemos a ese “otro” como nuestro prójimo o hermano que debemos proteger y cuidar.
Resulta imposible, por otro lado, escapar del horizonte egoísta en el que nos situamos como islas. La idea moderna introyectada donde el sujeto es el que cuenta en contraste con lo social que es una suerte de hipóstasis propia de filósofos metafísicos pasados de moda. Esa visión extendida que conforma nuestra cultura individualista ha impedido el diálogo y ha sido la causa de la escisión que nos mantiene distantes, incapaces de consensos mínimos, empeñados por salir adelante como partículas que mueren en el intento.
Las condiciones descritas, nuestra vocación bélica, la voluntad de consumo y la disposición egoísta, entre tantos otros vicios de las que somos portadores, se potencian cuando los líderes de las potencias las encarnan. Por esa razón, gobernantes como Trump, Xi Jinping y Putin son extremadamente peligrosos para el futuro de la humanidad. Y sí, la maldad no la hemos descubierto en la contemporaneidad, es un flagelo que nos acompañará mientras existamos, pero tenemos que conceder que el contexto referido no es nada halagüeño para el futuro de nuestros hijos.