Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Tengo la buena fortuna de no haber experimentado lo que es vivir bajo un régimen dictatorial. Al analizar nuestro pasado, uno se da cuenta que la libertad ha sido y es un privilegio que por ningún motivo se debe de dar por sentado. Otra característica es que las grandes libertades que hoy consideramos esenciales, como la libertad de expresión, no se nos han otorgado desde arriba hacia abajo por gracia y altruismo de las élites. Sino que han venido desde abajo por cruentas luchas entre la sociedad y estas élites políticas, donde muchas veces estas luchas han ocasionado auténticas revoluciones.

Esta dinámica de luchas y fricciones entre la sociedad y el Estado no debe de ser tomada como algo intrínsecamente negativo. En realidad, de estas luchas es que se ha logrado imponer límites a los poderes despóticos. El título de esta columna hace alusión a un concepto acuñado por el filósofo inglés Thomas Hobbes, donde imaginaba al Estado como un monstruo (El Leviatán) sumamente poderoso capaz de poner orden y seguridad entre sus ciudadanos. Y estos, a su vez, reconocían este Leviatán como el gobierno legítimo. Hobbes nació justo en el mismo año que Inglaterra sufrió la invasión de la Armada Invencible española en 1588 y vivió su adultez bajo la terrible violencia de la Guerra Civil Inglesa de 1642. Este estado de amenaza permanente de violencia o “estado de guerra”, justificó su tratado del Leviatán con un gobierno absoluto capaz de proveer lo que tanto anhelaba la generación de Hobbes: la seguridad.

Pero hoy día nuestra gran amenaza no procede de alguna invasión extranjera ni de una guerra civil, sino más bien de como encadenar a ese Leviatán despótico que Hobbes ideó. Está en el ADN de un Estado el siempre querer acumular más poder, y es responsabilidad de la sociedad civil encadenarlo con límites claros para que el monstruo no se vuelva en contra nuestra. Ese constante tira y afloja entre Estado y sociedad civil es la que ha hecho prosperar a las naciones, pero es esencial que en una democracia la sociedad civil participe activamente fiscalizando y vigilando lo que hace el Estado.

Mi bisabuelo, quien fundó el diario en el que tengo el privilegio de escribir estas letras, el periodista Clemente Marroquín Rojas vivió bajo una de las dictaduras más férreas en Guatemala. Durante la era de Jorge Ubico, se vio obligado a exiliarse por 14 años únicamente bajo la amenaza latente de perder su vida. Desde el exilio, continuó publicando una serie de artículos titulados “Desnudando al ídolo, donde criticaba abierta y valientemente los excesos, la brutalidad y la violencia del régimen ubiquista. Dentro de la familia contamos con una carta que mi él envió desde el exilio a Ubico, donde con la característica ferocidad de su pluma afilada, lo criticó abiertamente y firmó dicho documento con la lapidaria frase “generalito de mierda”. Considero que esta carta y la vida misma de mi bisabuelo pone de manifiesto este gen de rebeldía que corre por las venas de nuestra familia a toda forma de despotismo.

Considero que las generaciones post Conflicto Armado Interno en Guatemala dan por sentada esta valiosa libertad que rara vez hemos tenido como país. La apatía es una de las tantas características de nuestra sociedad civil altamente polarizada, cuyo reflejo más visible es una clase política putrefacta. El costo de la libertad es su eterna vigilancia, como bien reza el dicho, y de seguir en este rumbo de apatía, división y polarización social, puede que generaciones a futuro vuelvan a caer bajo el yugo de la tiranía.

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