Se ha presentado –el coronavirus 19- de pronto sin anuncios ni heraldos, trompetas ni tambores. Pero en cuanto lo hemos probado –de cerca en los nosocomios o de lejos en los medios- hemos comprendido tras semanas de su silente pero desgarrado puñal en la carne de los que no tienen inmunidad, que es un gigante cuya piel fantasmal y transparente no olvidaremos.
Y en efecto, vivir a lo largo de 40 años de dos pandemias esperpénticas (como entendía el esperpento Valle Inclán) me ha dejado y me dejará un dedazo ardiente en la memoria hasta que me conduzcan a la fosa.
Los que vivimos la lujuriosa tormenta del VIH –como he dicho en otro artículo arrancando del hiato que marca 1980 (a cuatro años de 1984 de Orwell) hemos sido testigos de una pandemia marcada por la exclusión, el oprobio y la vergüenza de los que murieron a causa de ella y de los que sin padecerla fueron condenados de antemano por sus costumbres o cultura (como se dice hoy) de la promiscuidad gay. Como el filósofo Michel Foucault, que siendo un acusador de aquellos que se convirtieron en condenadores del SIDA –sin clemencia y con actitud de impolutos beatos- fue víctima y satanizado por ellos. Porque Foucault lo permitió -cuando se volvió un habituel de la calle Castro de San Francisco- y cuando murió dándoles gusto y venenosas sonrisas a los cuadrados que él desaprobó. Foucault fue el más pendenciero -retador y casi nihilista- de la cultura conservadora de los que dicen -experimentar hipócritas- “El malestar en la cultura”. Foucault fue –como Jean Genet- un activista queer que pedía una revisión de la moral conservadora para fundar nuevos Estados (estados estético eróticos cual apelaba Marcuse) donde la libertad –en todo- fuera la meta de una vida más feliz o menos restrictiva y aterradora.
Foucault terminó sidoso, Nietzsche en el impudor de una locura sifilítica y Camus atrapado por la tuberculosis que no le causó la muerte. Murió en un accidente absurdo como sus personajes. No obstante sobre estos tres pilares se asienta mucho de la nueva sensibilidad humana.
El SIDA ha sido en Guatemala una pandemia que se escondió y se disimuló pues broto en el centro de los hogares más “respetables”, igual que en las covachas de las limonadas. Fue una pandemia que devoró -a humanos y bestias- más callada que cualquiera otra, porque venía precedida de la vergüenza -sobre todo de ser gay. La inmunodeficiencia que el sidoso presenta, hace de ellos buen caldo de cultivo para cualquier infección. Y por asociación de ideas ¿casualmente o como estrategia de los virus Corona aunque el SIDA no pertenece a ellos?, el corona virus que hoy nos asusta -desde nuestros cómodos confinamientos- ataca especialmente los pulmones pero porque quien los lleva tiene (quien es paciente de la epidemia) deficiencias en su sistema inmuno-defensor. Qué ¿casualidad? Primero vivimos el SIDA y ahora el corona virus 19 que parece estar unido y en contubernio cómplice con el VIH, para mayor flagelo de la humanidad.
Dos pandemias. 40 años de darme cuenta de lo inerme y frágil que es la vida de todo ser que nace y muere en la Tierra y retorna a ella para completar el ciclo circular -de un tiempo circular asimismo- presentado por Schopenhauer y Nietzsche. Idea que recibe con gran júbilo Heidegger.
40 años, como 40 siglos de ahogo, locura, sífilis y leprosos-parias, confinados, aislados y segregados. De terribles pandemias que frenan la irresponsable explosión demográfica. Uno menos, es uno más para la buena vida de las generaciones futuras.