Por: Adrián Zapata
La crisis sanitaria que vivimos, nosotros y el mundo entero, no puede ser enfrentada sin un gobierno fuerte, que ejerza el liderazgo que le corresponde en medio de una situación tan excepcional. Eso supone también que el Estado y la sociedad deben actuar de manera conjunta. La unidad nacional es una necesidad insoslayable. Afortunadamente, esta crisis no sucedió durante el gobierno de Jimmy Morales, ya me lo imagino culpando a Iván Velásquez y haciendo payasadas.
Lo anterior significa, en primer lugar, que el gobierno debe estar completamente cohesionado y actuando bajo las directrices del Presidente de la República. Que los gobiernos municipales y el central no pueden dejar de coordinarse. Que la sociedad civil y los empresarios tendrían que subordinar sus intereses particulares, sectoriales, para priorizar su respaldo a las decisiones y acciones del ejecutivo.
En términos de la “sociedad política”, los partidos también están obligados a tener como su principal propósito en esta coyuntura poner por delante, en la realidad no en el discurso, la búsqueda del bien común y aceptar racionalmente el liderazgo presidencial. La conducta de la oposición debe ser positiva, aunque sin dejar de ser constructivamente crítica. Que los diputados fiscalicen es meritorio, pero que monten shows políticos para atacar a los funcionarios y así querer desgastar al gobierno sería patético.
Pero lo anterior es una de las caras de la moneda. Hay otra, tan trascendental como la referida. Es la responsabilidad presidencial en el ejercicio de su liderazgo nacional. La transparencia se impone como un principio fundamental. También garantizar que sus funcionarios no aprovechen la crisis para ejecutar acciones de corrupción que en esta coyuntura serían más que ingratas. No debería utilizar su legitimidad para beneficiar a los sectores hegemónicos con quienes sin duda están sus simpatías e identidad ideológica. Mal haría en intentar descalificar y hasta reprimir las luchas sociales cubierto con la sombrilla del rol dirigente que le toca jugar. Debe limitar su propensión a la prepotencia que lo puede llevar a ejercer el poder alejándose de la democracia, recordando que ella no se elimina con un estado de excepción, aunque sin duda se limitan determinadas garantía. Confundir crítica con ataques es grave, decirle a sus ministros que irrespeten el rol fiscalizador de los diputados y que ignoren sus citaciones es ya una incipiente manifestación de vocación dictatorial.
La tentación a manipular al pueblo a partir del liderazgo que el país requiere y asumirse con un rol mesiánico es peligrosa.
Todo lo anterior lo apunto con el propósito de argumentar sobre la necesidad de hacer complementarios dos roles: el liderazgo fuerte presidencial que el país requiere en las actuales condiciones y la fiscalización decidida a la que debe estar sujeta el Ejecutivo.
Si se logra esa virtuosa complementariedad esta crisis podría darnos la oportunidad de salir con una institucionalidad fortalecida. Ya en todo el mundo el rol del Estado está más que legitimado, pero en Guatemala de poco nos sirve ese contexto tan valioso si aquél casi no existe.
Giammatte puede pasar a la historia como el Presidente que con un liderazgo vigoroso pudo fortalecer la institucionalidad del Estado o como aquel político que desperdició la oportunidad histórica de hacerlo.