Carlos Figueroa

carlosfigueroaibarra@gmail.com

Doctor en Sociología. Investigador Nacional Nivel II del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México. Profesor Investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Profesor Emérito de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales sede Guatemala. Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Carlos. Autor de varios libros y artículos especializados en materia de sociología política, sociología de la violencia y procesos políticos latinoamericanos.

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Carlos Figueroa Ibarra

El odio a los extraños, a los que no son nosotros mismos, a las otredades, lo que en ciencias sociales llamamos heterofobia, acaso sea tan viejo como la humanidad misma. En el siglo XII, después de años de asociar a los gatos (principalmente a los de color negro) con Satanás, se desencadenó en Europa medieval una matanza de ellos. Algo que nos parece tan absurdo hoy día, se convirtió en sustrato ideológico de una infamia contra una especie animal. En este caso la otredad negativa lo encarnaba un gato. Realmente el odio era hacia la mayor de las otredades cristianas: el Diablo. Éste pasó de instigar al mal a las personas, a encarnarse en seres vivientes. Así, la mujer pasó de ser tentación pecaminosa para el hombre, a una nueva encarnación de Lucifer. Entre el siglo XV y el XVII, cientos de miles acaso un millón de mujeres, fueron martirizadas y/o quemadas en la hoguera acusadas de brujas, es decir agentes del demonio. Silvia Federici, en su magnífico Calibán y la Bruja, nos ha enseñado que ese enorme genocidio se hizo para arrinconar a las mujeres en las tareas domésticas, algo indispensable para el despegue del capitalismo.

Desde entonces, muchas otredades negativas han surgido en el mundo: judíos, comunistas, indios, negros, pobres, homosexuales (toda la diversidad sexual), árabes, inmigrantes y lo que se le sume. Todo lo que sea extraño, extranjero, diferente o anormal genera las distintas formas de heterofobia: racismo, clasismo, homofobia, xenofobia. La heterofobia parte de una idea maniquea del bien (nosotros) y el mal (los otros). Hoy en el contexto de la peste que nos azota, ha surgido una nueva otredad: los apestados. Las epidemias suelen generar violentas heterofobias paranoicas.

El SIDA se atribuyó a prácticas sexuales de los africanos y estigmatizó a los homosexuales. Donald Trump, ha llamado al SARS Cov 2 “el virus chino”, confirmando su conocido racismo. En Londres, un estudiante proveniente de Singapur, fue brutalmente vapuleado por dos hombres que le gritaban “no queremos tu coronavirus en mi país”. En Dourdan (Francia), una enfermera recibió mensajes amenazantes en el parabrisas de su coche de parte de los vecinos de su edificio. En Barcelona, una ginecóloga recibió también de sus vecinos un mensaje que decía “rata contagiosa”. En un hospital de París, el personal médico tuvo que ser custodiado por guardaespaldas después de sufrir ataques físicos callejeros. En México, la Jefa de Enfermeras del Seguro Social entre lágrimas denunció a la prensa que se habían realizado 21 ataques en 12 entidades federativas contra médicos y enfermeras. En Guatemala una turba intentó quemar a un grupo de deportados provenientes de EUA. En las redes sociales, ultraderechistas claman porque el ejército guatemalteco asesine a un infectado que huyó de un hospital.

Las epidemias sacan lo mejor y lo peor en los seres humanos. Lo peor hoy es que se ha agregado al repertorio del odio heterofóbico además del color, la ideología, la etnia, la orientación sexual, el estar infectado de un virus. ¿Qué nos pasa?

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