Mario Alberto Carrera
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Cuando yo era niño era muy difícil mantenerme quieto y mi especialidad eran las diabluras de alto calibre. Mi madre sabía cómo amainar mis tormentas de ¿hiperactivo?, aunque no siempre estaba dispuesto a ello porque también tenía sus compromisos sociales que le impedía dedicarse a la lectura –al alimón– de alguna novela interesante aunque llenas de marquesas livianas y lujuriosas y de condes libertinos. ¡No!, a mí no me gustaba que mi madre me leyera Tom Sawyer o alguna pieza de sir Walter Scott como el cuentecillo de Navidad que hoy me hace gracia por la ingenuidad de su caridad cristiana.
¡Nada de lecturas de niños obedientes y complacientes! Todo lo contrario las novelas que ella y yo leíamos eran galantes y de tórridos amantes. Y a mí me encantaban y –con tal de mantenerme en orden– pues a leer novelas de rasgos medio eróticos con tal de que el niño se estuviese en paz. La que más me gustó de ese género –“Por siempre Ámbar de Kathleenn Winsor”– escrita por una mujer ¡viva la liberación femenina! Y que desde las finas sábanas de seda de su cama cardenalicia –llena de volutas– alegaba por los derechos femeninos informándoles a los varones que la visitaban –de la más rancia sangre inglesa– que el sexo también estaba para que la mujer lo gozara y no sólo el hombre.
Mientras el auditorio (yo) si no asentía al menos no debatía. Escuchaba a Ámbar con toda naturalidad y sin rechistar porque amaba el amor de Ámbar, (siempre he tirado al monte) porque cultivaba el amor y el glamur de las mujeres divinas como Marlen Dietrich, Greta Garbo o María Félix.
Sin embargo antes de seguir adelante se me escapaba un detalle clave: todas las acciones de “Por siempre Ámbar” se desarrollaban en el ambiente de una de las situaciones más grotescas que el hombre puede ser rodeado: la peste que ocurrió durante la Restauración de Carlos II. La novela que mi madre me leía tuvo un éxito no previsible y pronto fue llevada al cine canal por medio del cual la mayoría de gente la conoce.
Los amores tormentosos de Burt, Ámbar –porque él era un guapo parrandero y ella una supersexual fémina– sumaban (al suspense de su thriller) las miserias de Londres del siglo XVII o XVIII (que era un cloaca literalmente) la guerra que también ocurría entre Inglaterra (aliados y enemigos) y todo aquello decorado (con la escena en blow up) de una docena de ratas dándose un banquete con el cuerpo de un soldado agonizante. La rata más lista roía con enorme gozo y delectación el carnoso labio del oficial.
O sea que la novela reunía todo lo que un thriller debe concebir y entrañar: amor apasionante y destructivo, odio asimismo entre Burt y Ámbar, lascivia entre Ámbar y sus amantes (una especie de Carmen) guerras europeas de lo más crueles porque las guerras de antes del XIX eran más salvajes y por último la peste, el COVID-19 que termina de convertir en un esperpento cualquier vida.
¿Que mi madre me leía estas novelas antes de dormirme no creo que importe? Yo le pedía que lo hiciera y ella asentía. Y la lectura podía cursar horas para tranquilidad de todos. Nunca he visto el lado moral del tema. Ni mi madre ni yo veíamos pecado en aquella lectura que a mí me fascinaba mientras me producía lástima Pinocho, La Bella Durmiente o Caperucita Roja. De esta última tengo una versión –en uno de mis libros de cuentos– que se llama Capetutita Rota, que le encantaba a David Vela, autor de la novela sexy “La cosa”.
Como el tema de las pestes y epidemias dan para más, seguiremos con él el próximo lunes.