Soldados patrullan un barrio de Irapuato, estado mexicano de Guanajuato. FOTO LA HORA/AP/REBECCA BLACKWELL.

Por MARK STEVENSON
IRAPUATO, México
Agencia AP

La violencia del narcotráfico se concentraba mayormente en las ciudades de la frontera con Estados Unidos y en las plantaciones de amapolas de las montañas del sur, pero ahora se ha desplazado también al cinturón industrial de Guanajuato, generando una extraña dinámica: Florecen fábricas modernas de autos y la inversión extranjera al tiempo que el estado pasa a ser el más violento de México.

Hay fábricas de automóviles junto a resplandecientes carreteras de cuatro carriles y la gente lleva colchonetas de yoga y toma chai en cafés de suburbios caros. Todos los años surgen nuevos fraccionamientos (barrios cerrados caros) en la ciudad colonial de San Miguel de Allende, que atrae muchos extranjeros.

La riqueza palpable de Guanajuato, no obstante, contrasta con los sombríos titulares de los diarios: Siete individuos asesinados en un basurero. Baño de sangre en un restaurante sobre una ruta en la que desconocidos mataron a tiros a nueve personas. Siete personas abatidas en un puesto callejero de venta de tacos.

Todos estos episodios se produjeron en una misma semana de fines de enero. El gobierno dijo que Guanajuato, que tiene el 5% de la población de México, registra el 20% de los homicidios. En el 2019, su tasa de homicidios fue de 61 por cada 100 mil habitantes, que hizo de Guanajuato el estado más violento del país.

Las autoridades destacan que las víctimas no son los ejecutivos de las fábricas de autos ni los extranjeros, sino elementos de la banda local Santa Rosa de Lima y del poderoso Cártel Nueva Generación de Jalisco, que trata de penetrar en Guanajuato y libra una feroz batalla con los narcos locales. El estado resulta atractivo para los cárteles de las drogas por la misma razón que para las casas automotrices: Cuenta con carreteras y trenes que van directo a la frontera con Estados Unidos.

La directora de la comisión de seguridad estatal Sofía Huett describe la curiosa situación de Guanajuato así: «En algunas ocasiones se confunde la violencia con inseguridad en Guanajuato, pero son temas totalmente distintos».

Aparentemente Huett alude a que la violencia no afecta a los ciudadanos comunes, respetuosos de la ley, sino a los narcotraficantes, que se matan entre sí. Esa noción está muy difundida aquí, lo mismo que la idea de que el grueso de los delincuentes no son de este estado profundamente católico sino más bien de Jalisco y de Michoacán.

«Los homicidios que ocurren en este estado no son homicidios que se producen en un asalto, no son homicidios resultado de una extorsión, no son homicidios relacionados con un secuestro», dijo Huett. Señaló que la incidencia de robos en el estado es una de las más bajas de la nación. «En un gran número de delitos, que son los que afectan a la ciudadanía, estamos muy por debajo de la media nacional».

La mayoría de los inversionistas –e incluso las autoridades locales– tienden a restar importancia a la ola de asesinatos por considerarla un ajuste de cuentas entre narcos.

Moisés Guerrero, alcalde de Apaseo El Grande, donde este mes fue inaugurada una planta de mil millones de dólares que producirá pickups para Toyota, es de ese parecer. Al hablar de las matanzas entre narcos, dijo: «Ellos no se equivocan, van contra el que van».

Huett dice que «entre el 80% y 85% de los homicidios que ocurren en el estado de Guanajuato estarían relacionados con actividades criminales», que atribuye a gente de afuera.

Ese tipo de comentarios no hace sino aumentar el dolor de personas como Alondra Mora, cuyo esposo, Miguel Flores López, desapareció el 10 de enero tras ser sacado por la fuerza de un taxi por individuos armados. Mora trata de contener las lágrimas al mostrar una foto de su marido en la modesta casa que alquilaban en las afueras de Irapuato. La vivienda es tan pequeña que las rodillas de los visitantes se tocan al sentarse en sillas de la sala de estar.

Mora y su esposo vinieron a Guanajuato de Michoacán, un estado donde abundan los narcos, a mediados del 2019, decididos a instalar una zapatería en un estado más próspero.

«Que dejen de discriminar a uno, porque es discriminación», afirmó Mora aludiendo a los funcionarios estatales. «La gente que tienen dinero y la secuestran, ¿cuánto tiempo dura secuestrada, un día? Y sin embargo, la vida de los que no tenemos con qué pagar, hasta la vida les cuesta. No los buscan hasta encontrarlos».

Mora experimentó en carne propia la predisposición de las autoridades a ignorar los asesinatos de gente pobre de otros estados. Dijo que la persona que le tomó la denuncia se burló de ella por ser de Michoacán. Los fiscales le dijeron incluso que investigase ella misma, aseguró.

La tarjeta de débito de la pareja había sido usada después de la desaparición de su esposo y ella tuvo que preguntarle al banco dónde se había retirado el dinero. Los investigadores jamás revisaron los archivos de llamadas telefónicas, aparentemente empeñados en hacer a un lado el caso, presentándolo como un ajuste de cuentas entre narcos.

«Para ellos, toda la gente que desaparece es porque es mala, porque algo malo hizo, cuando en realidad estamos viendo muchos casos donde no es así», expresó Mora.

María Guadalupe Gallardo López es una de unos 80 activistas que buscan parientes desaparecidos en Guanajuato como parte de la agrupación «A Tu Encuentro».

Individuos armados se llevaron a su marido, Juan Carlos Medina Serrano, de su casa el 3 de diciembre. Unos pocos días después las autoridades encontraron 19 cadáveres descompuestos en un basurero de un pueblo cercano, pero les tomó dos meses informar a Gallardo López que su esposo era uno de los muertos. Fue identificado mediante análisis genéticos.

Cuando le entregaron los restos, la familia hizo un modesto velorio, con unas pocas velas junto a una cruz en su vivienda. En la mesa había una vela encendida cerca de una imagen de San Judas Tadeo, el santo patrón de los casos perdidos o desaparecidos del bajo mundo.

Gallardo López no puede, o no quiere, explicar qué hacía su marido. «Era comerciante ambulante» que vendía cosas en la calle, expresó con ambigüedad. Agregó que si las autoridades siguen ignorando las muertes de gente como su marido, eso no le hace bien a nadie. «No quiero que más gente sufra lo que yo sufrí».

Mientras familias como la suya sufren, la vida en Guanajuato transcurre sin mayores roces con la violencia.

Jorge Barroso, joven director de márketing de Tenis Court, que fabrica zapatillas en León, Guanajuato, dice que vive sin miedo y que va a restaurantes y clubes sin demasiadas preocupaciones.

«La verdad, ni lo siento, ni lo percibo en la vida diaria», expresó Barroso. «A veces leo los periódicos y siento que están hablando de otro estado».

El gobernador Diego Sinhue dice que «Guanajuato no es Sinaloa», el estado mexicano donde surgió el cartel del mismo nombre.

Pero al igual que Sinaloa, Guanajuato tiene una banda local, el cartel de Santa Rosa de Lima, que empezó robando trenes y luego se dedicó al robo de gasolina y diésel de una refinería petrolera de la ciudad de Salamanca.

Cuando el gobierno reprimió el robo de gasolina, la Santa Rosa empezó a extorsionar a los comerciantes a cambio de protección. Arrancaron con los negocios de venta de tortillas y siguieron con las concesionarias de autos y las inmobiliarias. Ahora estarían enfocándose en los bares y los nightclubs.

Parte de la curiosa realidad de Guanajato deriva del éxito que tuvo en la erradicación de los delitos que afectaban los negocios y del hecho de que no es capaz de frenar la guerra entre narcos.

Los robos en vagones de trenes –que habían empezado a afectar el transporte de neumáticos y repuestos de autos– cayeron significativamente cuando policías y soldados empezaron a custodiar los trenes y se instalaron grandes carteles junto a las vías anunciando condenas de hasta 17 años para los ladrones de trenas.

En otras partes de México, manifestantes, grupos de presión o miembros de los carteles bloquean con frecuencia carreteras y las vías de los trenes, pero eso no sucede en Guanajuato. El estado no se afana mucho por investigar los homicidios, pero reprime severamente las protestas, acusando incluso de terrorismo a los manifestantes.

«Aquí no hay bloqueos, ni de grupos sociales, ni tampoco de grupos delincuenciales. Y esto es atractivo para las empresas», manifestó Huett, la comisionada de seguridad.

El año pasado 79 policías fueron asesinados en el estado. Para frenar esos episodios, el gobierno nacional le dio prioridad a Guanajuato y construyó aquí algunos de los primeros cuarteles de la Guardia Nacional.

La más golpeada ha sido la ciudad de Apaseo El Alto, donde la alcaldesa María del Carmen Ortiz asumió luego de que su marido –el favorito para ganar las elecciones– fue asesinado a tiros en el 2018. Entre fines del 2019 y principios del 2020 fueron abatidos a tiros el jefe de la policía, un concejal y un agente policial.

«El 2018 y el 2019 fueron años horribles», admite Ortiz.

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