LAS VEGAS
AP
El mundo jamás ha conocido a un campeón de los pesados como Tyson Fury el gigante británico que propinó una paliza para ganar el título y lo celebró dirigiendo a sus seguidores mientras coreaban la canción “American Pie” en el hotel MGM Grand
Fury puede pelear, cantar y hablar. Sobre todo, esto último.
Antes de la pelea, Fury había hablado sin cesar acerca de la forma en que se transformó de un boxeador técnico en un poderoso golpeador, para despojar a Deontay Wilder del cinturón. Tras el combate, Fury contó cómo lo había logrado y afirmó que mejorará en lo que resta de su carrera.
“No está mal para un tipo que no tiene pegada”, dijo Fury, de 2,05 metros (seis pies, nueve pulgadas), luego de ser coronado. “Yo soñaba venir a Las Vegas y ganar. Y aquí estoy”.
Fury dominó ampliamente el combate del sábado y le propinó a Wilder la primera derrota en su carrera. El pleito fue tan desigual que la esquina de Wilder terminó arrojando la toalla a los 1:39 minutos del séptimo asalto.
En teoría, la narrativa del combate debió ser otra. Fury no debió haber vapuleado a un campeón invicto tan temible que había logrado 41 nocauts en 43 peleas.
Y menos después de que Fury se sumergió en las profundidades de la desesperación hace unos años. Su vida se había salido de control, en medio del consumo de cocaína y alcohol. Su peso había aumentado 17 kilogramos (37 libras).
Pero ahora, el púgil es campeón nuevamente, cinco años después de conquistar el cetro por primera ocasión, venciendo a Wladimir Klitschko.
Y, sin importar lo que diga su compatriota británico Anthony Joshua, Fury debe ser considerado por todos el mejor pesado del mundo.
“Todos saben que soy un maestro del boxeo”, se jactó Fury. “Pero eso no funcionó la última vez. Empaté y, para mí, un empate es una derrota. La única forma en que podía garantizar un triunfo era mediante el nocaut”.
El camino a la grandeza en la Ciudad del Pecado fue sinuoso. Fury tuvo que vencer a sus propios demonios antes de derrotar a los mejores de la categoría.
También debió imponerse a los escépticos, para ser considerado el mejor.
Contra Wilder, demostró que lo era, en una pelea que pocos pudieron adivinar hace unos años. De hecho, muchos consideraron que Bluff estaba sólo alardeando cuando dijo que atacaría a Wilder desde el campanazo inicial de la revancha de la contienda que sostuvieron hace 14 meses.
Brindó un espectáculo casi teatral. Subió al cuadrilátero con una corona y cargado en andas, sentado en su trono.
En el ring, el show continuó. Wilder visitó la lona en el tercer episodio, impactado por un derechazo a la cabeza. En el quinto acto, cayó de nuevo, tras recibir un puñetazo en el cuerpo.
Para el momento en que la esquina lanzó la toalla, el resultado ya estaba decidido de cualquier modo. Wilder había recibido duro castigo a la cabeza sin conectar sus puñetazos.
Cualquier posibilidad de que descargara una derecha para cambiar el rumbo del duelo parecía lejana.
Y luego vino el canto. Fury no quería que se terminara la función, que le redituó entre 30 y 40 millones de dólares, además del triunfo más relevante de su carrera.
“¿No se divirtieron?”, preguntó Fury. “Completé ya mi colección, he ganado todos los cinturones del boxeo”.