Raúl Molina
El régimen es el mismo desde 2012: una alianza oligárquica-política-militar a la sombra de la hegemonía estadounidense. En esa alianza, transversalmente, se ha incrustado el crimen organizado. El énfasis del gobierno de Pérez fue el saqueo del Estado y la corrupción, habiendo sido terminado por la ciudadanía y la acción de la CICIG con apoyo de Obama en Estados Unidos; el de Jimmy continuó con el saqueo, la corrupción y la impunidad y se dedicó por encargo de sectores de CACIF y de las fuerzas armadas a desmantelar la CICIG y poner freno al MP, con el respaldo de Trump; el de Giammattei, con respaldo de Washington, es más de lo mismo, con el agregado de acciones antidemocráticas y represivas, utilizando como instrumentos la suspensión de garantías individuales y la promoción de aberrantes leyes punitivas. Los intereses de los diversos sectores de poder se manifiestan claramente. Los enviados de Trump han insistido en la “obligación” del Estado guatemalteco de detener la migración centroamericana y ordenar, no detener, el narcotráfico, para que los precios de la droga se mantengan. La oligarquía, que se nutre de la sobreexplotación del trabajo, exige libertad para despojar los territorios, tierras y recursos naturales; el congelamiento de salarios y prestaciones; la privatización de los servicios del Estado; y el control de los movimientos social y popular. Los altos oficiales militares se apoyan en los intereses de Estados Unidos -hegemonía total en el continente- y el CACIF -tener una guardia pretoriana para protegerles- para retomar parte del protagonismo perdido luego de la firma de la paz, aunque todavía como sirvientes del capital y no como columna vertebral de un Estado contrainsurgente. Y la clase política, sumida en el fango de la compra y venta de favores, se dedica a medrar de cara a sus mezquinos intereses personales. Es un cuadro dantesco que ha provocado gran frustración entre la ciudadanía, salvo los sectores que aún luchan directamente por su supervivencia.
Este bosquejo grueso de la situación que vivimos nos obliga a buscar el desarrollo de las fuerzas sociales y políticas que puedan cambiar el rumbo del país, sabiendo que lo que ocurra en Washington va a determinar las vías de oposición y reconstrucción. ¿Qué hacer? En primer lugar, debemos utilizar al máximo toda la institucionalidad democrática que se ha podido establecer: vigencia de la Constitución (aunque merezca su cambio y pronto); reforma de leyes y oposición a las nefastas; mantener las autonomías donde se tienen y oponernos a su privatización; exigir a las entidades su pleno y correcto funcionamiento; y, particularmente, exigir y ejercitar todos los derechos que nos corresponden (no a los estados de excepción). Desde luego, todo esto no lo podemos hacer de manera atomizada; hay que pasar a la organización y al fortalecimiento del movimiento social y popular y las corrientes políticas decentes. Lo óptimo será acumular energía ciudadana a base de procesos de unidad en la práctica, respetando la diversidad, y fomentando la solidaridad entre la gente honesta y hacia las mejores causas. ¡Es el tiempo de despertar!