Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata
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En Guatemala, los llamados programas sociales han sido objeto de una gran controversia desde que surgieron. Son cuestionados con el argumento, muy básico, por cierto, que hay que enseñar a pescar y no regalar el pescado. Se dice que es acostumbrar a la gente a recibir dinero regalado, que promueve la pereza, que son pan para hoy y hambre para mañana, que con acciones paternalistas no se resuelve la pobreza, etc. Hay una sarta de argumentos muy primarios con los cuales fácilmente coincide el imaginario colectivo.

A estas apreciaciones, producto de un simplismo tan comprensible como superficial, se agrega la ejecución perversa de los mismos, tal como sucede con el clientelismo que puede privar en su ejecución o la corrupción que encuentra en ellos un “nicho de oportunidad”, situaciones que fortalecen el rechazo a estos programas.

Para mí fue aleccionador escuchar en el interior del país, precisamente durante los meses de la pasada campaña electoral, en muchos actores sociales, no los pobres, por cierto, el desprecio por dichos programas, contrastando esa apreciación con la intención de otros sectores, los pobres, de votar por quien les ofrecía la llegada de los mismos a sus comunidades.

Sin embargo, más allá de esas opiniones, son reales las debilidades que han existido en la implementación de una política de protección social que sustenta la necesidad de estos “programas sociales”. De ellos, el más relevante es el de las Transferencias Monetarias Condicionadas, TMC. Su eficacia en la lucha contra la pobreza está probada en diferentes países de América Latina, más allá de la orientación ideológica de los gobiernos que las han impulsado. Pero en Guatemala, la pobreza no ha sido impactada por ellas y continúa en su perverso aumento.

Por lo anterior, es necesario un análisis serio para definir su continuidad o cancelación. Si nos atenemos a experiencias exitosas foráneas, la decisión será, sin duda, afirmativa. Si nos basamos en la experiencia nacional, es muy fácil inclinarnos por desecharlas.

Hay debilidades que son sustanciales en la implementación de este programa. El cumplimiento de las condicionalidades no se ha realizado con efectividad, lo cual evita que las TMC incidan en garantizar que los hijos de las beneficiarias se mantengan en la escuela y que se les pueda dar seguimiento en los centros de salud. Sin esta articulación es difícil que puedan impactar en evitar la reproducción del círculo intergeneracional de reproducción de la pobreza, porque la transferencia sólo aporta un ingreso, pero no se alcanzan objetivos educativos y de salud en relación a los niños.

Y la otra gran limitación, tal como lo ha señalado el actual Ministro del MIDES, es el registro de los beneficiarios, que no está adecuadamente actualizado. En tal sentido, son muy acertadas sus declaraciones cuando dijo “Hemos asumido el compromiso de hacer esa actualización”, agregando la necesidad de realizarlo con criterios técnicos para que los programas lleguen a quienes corresponde.

Es muy bueno, por lo tanto, que el actual gobierno no descarte el programa de TMC, conscientes todos que de la pobreza no se escapa únicamente a través de los programas sociales, pero que debidamente implementados y siendo articuladores de otras políticas sociales y económico productivas, sí pueden impactar y avanzar en el logro de los objetivos de desarrollo sostenible planteados por la ONU, referidos a la pobreza y el hambre.

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