René Arturo Villegas Lara

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René Arturo Villegas Lara

Los animalitos de toda índole, cuando pueden ser domesticados, sirven de mascotas a muchas personas. Creo que todos, en el decurso de la vida, hemos tenido la ocasión de acariciar un perro, un gato, un gualapo, una iguana y los hay que gustan de tener una víbora, culebra o lo que sea, regularmente esas sabaneras que se deslizan entre los llanos de quiquiyú. En el internado de la Escuela Normal, hubo un estudiante oriundo de Jalapa, que gustaba guardar dos o tres culebras que agarraba en los llanos de La Aurora y las soltaba dentro su armario para que nadie se atreviera a hurtarle el dentífrico, el jabón o el betún de lustrar zapatos o bien los franceses con carne estofada que guardaba en el almuerzo. ¿Y no son famosos los loros que los piratas llevaban en el hombro, con su infaltable pata de palo y el pañuelo rojo floreado que les cubría la cabeza? Esos loros mascotas aprendían a expresarse con palabrotas de un lenguaje no convencional. Los presidentes de los Estados Unidos suelen tener un perro de mascota, como queriendo simular que tienen algo de ternura, aunque manden a matar a seres humanos. Recuerdo que en mi infancia tuve más de una mascota. Principio por contar que tuve una gata que se llamaba Carolina y que se saltaba de viga en viga dando cuenta con cuanta rata o ratón merodeaba por las alacenas. Era una cazadora de mil recursos y mantenía la casa sin roedores, que a veces hay quienes los tienen como mascotas, especialmente si son albinas. Un mi amigo que gustaba andar por las faldas del Tecuanburro cazando animalitos con honda, agarró un día un cuso o armadillo, quizá recién nacido, y me lo regaló. Pero, el cuso condenado principió por hacer hoyos en las paredes de adobe de mi casa, con el peligro que la casa se derrumbara, hasta que mi abuela me ordenó que lo fuera a soltar por los chorros de Champote, porque si no le iba a abrir la panza y chojinearlo como es la costumbre en la Costa Grande. Una vez tuvimos un perro, se llamaba Coquinor, encargado de cuidar el sitio de la casa cuando aún no se acostumbraba cercarlos con tapiales. Y mi tía Elena, que era benefactora de los animalitos, tuvo una perica guayabera que vivió 29 años parada en un clavo de 15 pulgadas, en donde se le servía su comida consistente en una bola de masa. Esta perica sí que la recuerdo bien porque aprendió a hablar como cualquier loro de pico negro. Nuca tuve pajaritos en cautiverio, aunque fueran canarios o pericas australianas, porque para mí la libertad es sagrada y le tengo un odio visceral a las prisiones. Por eso cuando mi amigo Otto me regaló unas palomas de castilla, con una que otra Espumuy, les hice un palomar con cajas de jabón y durante muchos años disfrutaron de vivienda y de acogedores nidos de amor. Después, con lo años, se diluye esa afición por las mascotas. Pero, un mi nieto ha tenido iguanas y mis hijos algunos perros como el Gordo y el Usqui, que han sido fuente de alegría y solidaridad con la vida y la naturaleza.

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