El asesinato de Qassim Suleimani, jefe militar de Irán, ordenado por el presidente Donald Trump, ha colocado al mundo al borde del abismo que puede significar una guerra de grandes proporciones en el Oriente Medio. Dados los antecedentes del mandatario de Estados Unidos, no se puede descartar que haya ejecutado esa acción con el objetivo de aglutinar a la opinión pública norteamericana en momentos decisivos para el impeachment en su contra ni que el aumento de tensión en esa convulsa región no sea con el objetivo de incrementar su masa electoral para lograr la reelección.
Y es que cuesta creer que ahora Trump si tomó en cuenta los informes de inteligencia que advertían de peligrosas acciones de Suleimani cuando ha desacreditado a todos los servicios de inteligencia de Estados Unidos de los que se burla una y otra vez. Pero más cuesta creer a alguien que ha engañado deliberadamente 15 mil 413 veces a la opinión pública desde la Presidencia de su país, según investigación realizada por el Washington Post, ahora diga la verdad.
Después de la Segunda Guerra Mundial cuando Estados Unidos se ha involucrado en alguna guerra no ha tenido buenos resultados. Corea, Vietnam, Afganistán e Irak son ejemplos ilustrativos de cómo la mayor potencia mundial no la ha tenido nada fácil cuando juega a gendarme del orden mundial que impulsa. En Irak lograron derrocar a Hussein, pero las tropas permanecen allí porque no han podido imponerse y ahora están amenazadas por la alianza chiita con Irán que se vuelve explosiva tras el ataque.
Se dice que la gran pregunta es si fue prudente ese ataque y si se sopesaron las consecuencias del mismo. No es lo mismo matar a un líder terrorista como Bin Laden que a un alto jefe militar de un Estado con el que existe un clima de tensión.
Y si todo ello responde a una estrategia electoral de Trump, para sepultar el impeachment y aglutinar a los votantes en tiempos de guerra, obviamente la degradación política de la mayor potencia mundial habría alcanzado niveles insospechados y altamente peligrosos.