Danilo Santos
El poder político actúa para que se conviertan en acciones los pensamientos y sentimientos que se incuban en la sociedad a través del Estado. Si es útil que la población crea que la pobreza y la enfermedad, el abandono institucional de la salud en sus comunidades y el país es producto de su mal comportamiento ante lo divinito: el poder político hace posible que los buenos “ciervos” del señor acepten su “destino” como algo producto de sus pecados. Nada más alejado de la realidad que esto.
Sin embargo, desconocer el acontecer y devenir real, sin nada que obligue a conocerlo, y peor aún, sin nada compela a actuar al poder político en el sentido de transformar la realidad, prácticamente nos pone frente a una autocracia cuyo poder es solamente fruto de su propia fuerza o de su propia astucia para aprovechar la debilidad de los gobernados.
Elemento distintivo de las autocracias es el ser agriamente conservadoras y por supuestas, acérrimas enemigas del cambio y la renovación: especialmente de la clase política. La amenaza de las autocracias disfrazadas de democracia es la crítica a la historia y el presente, es mirar hacia el futuro.
En cambio, una democracia es un proceso de movimiento constante, donde las prácticas, fuerzas y tendencias políticas, son más difundidas y poderosas, y ganan terreno en el imaginario común contra tendencias antidemocráticas.
Las expresiones que están naciendo en la mayor parte de Latinoamérica son producto de ese avance de fuerzas democráticas contra las autocracias capitalistas. Por intempestivas que parezcan, su formación ha llevado décadas en la historia reciente de capas medias y siglos de lucha y resistencia de los pueblos indígenas.
Si se sigue el curso ya iniciado, si seguimos mirando al monstruo insaciable del capitalismo salvaje y criticando su actuar, tendremos una metamorfosis nunca vista en el continente.
Aunque el tiempo ha sido largo y duro, apenas estamos a las puertas de lo que podría ser una vida digna, una donde el Estado está para procurar el progreso de la sociedad, donde cada uno puede profesar la religión que prefiera, pero se rige en la sociedad por un contrato social de derechos y no por dogmas o mentiras ideológicas sobre la derecha o la izquierda.
El poder político entonces estaría asumiendo su papel de desarrollador de la democracia y representación de ciudadanos con distintas creencias e ideologías, pero ciudadanos democráticos. La cultura resultante de esto nos daría muchas más posibilidades de abandonar fratricidio y la polarización religiosa e ideológica. Sigamos lo que inició en Guatemala en el 44 y ahora se deja sentir por todo el Continente y, sobre todo, no dejemos que estas figuras sean secuestradas e idealizadas por los intelectuales orgánicos del imperio, para hacernos creer que la solución es la docilidad ante las reglas del capital y la hegemonía.
Debemos hacer que el poder político actúe para que los pensamientos y sentimientos que se incuban en la sociedad actual sean atendidos por el Estado.