Eduardo Blandón
Mucho tiempo ha pasado desde que San Francisco de Asís con su cántico de la creación, agradecía a Dios por el hermano Sol y la hermana Luna, en un reconocimiento de que la naturaleza era (o es) un prójimo al que debemos amar. Infortunadamente solo recientemente ha comenzado a calar la intuición del mínimo religioso en la política global y conducta de las comunidades en las ciudades.
En esa línea, las noticias dan cuenta del giro en el sistema educativo italiano y español que incorporan en sus currículos, materias dirigidas al cambio de comportamiento de los estudiantes a través de la reflexión en temas de ecología. Y como si se tratara del advenimiento de una nueva era, los políticos presentan la política educativa casi como un cambio de paradigma trascendental.
Según yo, el horizonte que integraba lo humano con el cosmos era algo juzgado. Que el modelo que juzgaba la naturaleza como alteridad a la que hay que dominar ya había pasado de moda y estaba superado. Por ello, la noticia me parecía trasnochada. O sea, creía que hacía mil años los sistemas educativos enseñaban a convivir con la naturaleza desde una visión mucho más sofisticada que la que teníamos antaño.
Pero no ha sido así. Incluso en España hay mucha dificultad en operativizar las “nuevas” políticas a las que nos referimos. Que si los profesores no están preparados, que si los planes de estudios las incorporan muy superficialmente, que las acciones solo son puntuales… en fin, que falta mucho no solo presentar las nociones, sino modificar la conducta de los estudiantes.
Y si la ejecución de esos proyectos está en ciernes en países con muchos recursos, nuestra situación debe ser más precaria. Cabría imaginar que nuestros currículos no solo no integran esos temas que deberían ser transversales, sino que tampoco los profesores están preparados para la tarea. Y, claro, las acciones deben ser aisladas, dependiendo de la buena voluntad que cada profesor haga desde su propia cátedra.
Dirán algunos que esas preocupaciones y contenidos son del primer mundo, que nosotros no estamos demasiado evolucionados (sugiriendo particularmente nuestras dificultades económicas) para integrar temas como esos. Como que si el calentamiento global y la polución de las ciudades solo se dieran en la capital francesa o en los alrededores de Roma. Quizá muchos sugieran que la educación deba ser más pragmática, enfocada a enseñar a trabajar y no tanto en “filosofar” sobre supuestos en que aún no hay consensos.
Todo lleva a pensar, en consecuencia, que la intuición del “poverello” de Asís está lejos de permear la conciencia de los ciudadanos “sofisticados” y “civilizados” del siglo XXI. Que vivimos en clave de inmediatez, distraídos en el día a día, muy enredados en la sobrevivencia o en la acumulación de capital. En otras latitudes se visualizan otras prácticas derivadas de ideas distintas, veremos si en Guatemala podemos inaugurar acciones educativas que nos encumbren por encima de saberes pasados de moda y muy dañinos para el futuro de las nuevas generaciones.