Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Esta mañana en el diario New York Times, el columnista Nicholas Kristof escribe un muy buen artículo sobre lo que está ocurriendo en Estados Unidos ante la actitud ciudadana de terminar por aceptar tantas cuestiones histórica y lógicamente inaceptables que, ahora, en la era de Trump, se convierten en parte de la normalidad que la población asume como un nuevo enfoque ante la política y, por supuesto, ante la vida. Habla de cómo un gobernante que presume de haber engañado a sus tres mujeres y de haber construido un imperio económico mediante prácticas poco ortodoxas, se termina presentando como el escogido por Dios para la salvación de Estados Unidos y mucha gente acaba viéndolo de esa manera.

El artículo vale la pena y sirve, entre otras cosas, para entender cómo, a lo largo de muchos años, en nuestra Guatemala nos hemos ido no sólo acomodando sino hasta rindiéndonos ante lo” inaceptable”, como es la corrupción. Ciertamente hemos convivido con ella a lo largo de mucho tiempo, suficiente como para asumirla como parte de la normalidad en la vida, pero lo que no puede entenderse es cómo, después de todo lo que vimos a partir del año 2015 cuando se destaparon los grandes casos de corrupción tras las investigaciones realizadas por la CICIG y el Ministerio Público, ahora los guatemaltecos nos terminamos rindiendo ante la realidad de que ese esfuerzo renovador que pretendía limpiar nuestro sistema, ha sido sepultado por las maniobras dirigidas por una muy fuerte conspiración dirigida por todos los implicados en los casos, mismos que se han hartado del dinero de la corrupción.

En Estados Unidos es incomprensible lo que está ocurriendo porque de una estricta exigencia a los políticos se ha pasado a una tolerancia absoluta, dirigida por los grupos evangélicos más radicales. Recordar a Gary Hart, renunciando a su candidatura cuando le estalló un escándalo de relación extramarital, parece cuento de hadas cuando uno ve la tolerancia a los desmanes de Trump, acusado por más de veinte mujeres en forma directa de abusos sexuales en su contra. No digamos la forma en que el inquilino de la Casa Blanca miente con la más absoluta desfachatez.

Aquí, en cambio, hay que reconocer que la tolerancia y esa forma de rendirse ante la podredumbre no es tan nueva porque nos ha acompañado a lo largo de años de existencia. Hemos visto a todos los Presidentes amasar cínicamente fortunas y no nos inmutamos. Vemos cómo los que fueron funcionarios que otorgaron licencias, como la de la telefonía celular, que luego paran siendo los dueños de las empresas y en vez de repudio social vemos una calurosa acogida a los círculos empresariales, acaso porque son muchas las fortunas amasadas con iguales vicios.

Hoy en día todos sabemos hasta dónde estamos hundidos en la corrupción y sabemos que ningún país puede prosperar bajo esas tenebrosas reglas de juego. Sabemos que llegará el momento en que habrá que pagar esa factura, pero seguimos la vida sin preocuparnos por tanta asquerosidad, quizá confiando en que antes de que todo reviente de tiempo a sacarle algo de raja a un sistema podrido pero que recibe el beneplácito de una población que se dio por vencida.

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