Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Esta es una historia como cualquier otra, pero cada niño elabora la suya con sus propias imágenes; originales para él, aunque tal vez no tanto en esencia.

Todo empezó, cuando tuvo conciencia de donde estaba, y cuando era apenas un preescolar. Por un mero azar se vio a sí mismo en una gruta con poca luz, y de la que podía entrar y salir con frecuencia, aunque no con tanta libertad. No estaba solo. Dentro de la misma gruta, moraba un ser femenino del que dependía para vivir. Un ser indescifrable, y por lo mismo, de inspiración ambivalente. Le ayudaba a vivir y al mismo tiempo le hacía sentir en peligro vital.

Como era tan pequeño, las imágenes de su fantasía se confundían con los rigores de la realidad. Lo que veía todos los días, era a una mujer de mirada penetrante y fulminante, que en lugar de cabello llevaba serpientes en la cabeza. Con los años llegó a saber que la suya no era una imagen original; que existía desde tiempos antiguos y que era capaz de convertir en piedra a quienes la veían a los ojos. Se llamaba Medusa, y era una guardiana.

Su Medusa lo trataba como si él fuera suyo. Lo cuidaba es cierto, pero también lo reprendía, le hacía saber su poder y con frecuencia lo obligaba a pensar mal de sí mismo, haciéndolo sentir culpable por cualquier cosa, que él hiciera para que estuviera complacida y que para ella no era suficiente.

Muchas veces en sueños, veía como a ella, se le alargaba el cuello, llegando hasta él, aunque estuviera lejos; y con rostro de serpiente intentaba devorarlo. Eran sueños terroríficos. Lo veía así de claro en un sueño que se repetía una y otra vez. Despertaba con pavor, y aun despierto, una imagen traslúcida permanecía ante sus ojos, como una alucinación.

Le tocó avanzar en su vida, lleno de inseguridades. Fue sumamente tortuoso el recorrido y tórpido su rendimiento. Tal vez lo que le ayudó al final, fue que no murió en el intento.

Con el tiempo y a fuerza de equivocarse, ganó confianza en sí mismo, alguna al menos; y logró entereza para asumir la soledad y abrazarla como un beneficio. Con tenacidad y responsabilidad, en su versión de ser eficiente, aprendió a tomar decisiones asertivas, apelando a la libertad que da la independencia. Solo así pudo, en actitud amorosa, buscar o crearle un sentido a su vida. Aprendió a ir hacia la muerte, no para vencerla, sino para encontrarla sin miedo, cuando fuera el momento.

Con los años volvió a la caverna donde todo había empezado. Su Medusa, había ido perdiendo las serpientes, hasta que los rizos ensortijados dejaron caer el último mechón. Ya no le tuvo miedo.

Pudo llegar a tiempo para ver como a ella se le apagaban los ojos y se iba convirtiendo en piedra, hasta ser totalmente inofensiva. Calva le dio ternura, y pudo sentir paz a su lado. Se atrevió a ella y a sentir algo más dulce. Claro, él ya era un hombre.

Viéndola a ella en el ocaso, un día tuvo una nueva imagen, como si hubiera sido un niño nuevamente; esta vez una especie de revelación. Salió de aquel momento con una sensación de alivio y bienestar. Evocó sensaciones que a lo largo de los años había acumulado, mientras iba soltando lo que no necesitaba, sin demasiadas certezas.

“Mi madre soy yo”, alcanzó a decirse. Ahora ya viejo, entendía más. “Si en mi alma es donde soy mi propia madre, pase lo que pase, voy a estar protegido”. No fue un pensamiento, fue más un sentimiento.

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