Dra. Ana Cristina Morales Modenesi
Juana dice ser envidiada por las mujeres de su aldea. Es soltera, pertenece a una comunidad indígena, una vez estuvo unida con un hombre al que refiere como quisquilloso y que la regresó a su familia al poco tiempo de la convivencia. No tiene hijos y ahora andará por los treinta y cinco.
Su pueblo es pequeño y se ubica en un lugar de Guatemala que queda allá, más allá del olvido. Las acciones de los pobladores por minúsculas que sean se convierten en grandes noticias, y motivo de la conversación para la gente que aún no goza de medios de comunicación social fluidos.
La televisión y la radio tienen algunas estaciones que se interceptan dependiendo del buen o mal clima. Y aunque difícil de creer en estos tiempos, adolecen de servicio de cable e internet. Además, aún la telefonía queda corta y se mantiene con muchos quiebres en su comunicación. Juana para mal o para bien, nació, creció y vive en ese lugar.
Juana viste un traje indígena, su complexión física es de suma delgadez, cuando habla pareciera que se arrepiente y coloca su mano sobre su boca, como señal para sí misma que mejor quede sin hacerlo. Luce una diadema en el pelo que no logra tapar el desorden del mismo. Se sonríe frecuentemente, y busca la comprensión, aprobación y afecto de una anciana del pueblo con quien entabla conversación. Quien la acoge de manera compasiva.
La anciana le pregunta ¿Cómo te sentís? -y ella dice- me siento enojada, Pedro se acercó a mí para hacerme suya, él me quiere, de eso estoy segura. Me ofreció matrimonio, y ahora no quiere cumplir su promesa. La anciana la escucha pacientemente, piensa que la mujer pese a su sonrisa constante, se encuentra sufriendo. -Contame más-, hay señora si yo le cuento más, nunca acabamos. -No importa, vos solo contá.
Doña Secundina, ese es su nombre. ¿Verdad? –Sí patoja, ese es. -Pues fíjese, que ya estoy un tanto harta, en el pueblo las mujeres me difaman, disque soy una mala mujer, que me someto a sus hombres y tienen miedo de que algún día se los quite. –Por mucho tiempo, no me interesó, lo que esas mujeres dijeran de mí. Pero ahora, me doy cuenta que tanta envidia de parte de ellas, me aleja de los hombres a quienes he querido. Mire, ahora el Pedro, dice que ya no me quiere, que yo soy fácil y que una mujer así, él no la quiere para vivir con ella. Por eso voy a denunciarlo con las autoridades del pueblo. Porque él se está haciendo para atrás, y eso no es justo para mí. Él me ofreció que yo iba a ser su esposa y por eso pasó lo que pasó. El alcalde tiene que hacerlo cumplir. Si no, mejor que se vaya a la cárcel, eso quiero yo, eso es lo que me parece justo. El alcalde tiene que ayudarme a que cumpla su palabra.
Pero Juanita, a nadie se le debe obligar a casarse. –Doña Secu, yo no se lo pedí, él me lo ofreció. –¡Hay mija! Por creer, hay muchos en la cárcel. –Pero mire, yo tengo que aguantar mucho por la culpa de él. El otro día, las mujeres del pueblo salieron juntitas a gritarme: ¡puta!, ¡mal parida!, ¡loca! Y también me lanzaron piedras. Ya no hay casi nadie que quiera hablar conmigo. Entiendo que es la envidia que las corroe, yo no tengo la culpa que sus hombres se enamoren de mí. Entiendo, que ellas tendrán miedo de que se los quite. Pero, yo le juro que no hago nada para que me busquen, y que yo tan solo quiero que Pedro cumpla su palabra. Ya ni siquiera me quieren vender en la tienda las cosas que necesito, que alguien me hable como lo estamos haciendo hoy. La verdad es un puro milagro. Ni trabajo me dan, me tienen como una hija del diablo y dicen con mucha seguridad que soy una puta y también loca.
–Mija, cuando quieras puedes venir conmigo, comer algo calientito y también platicar de tus cosas. Pero yo con Pedro ya no insistiría más. Créeme, lo que te digo es por tu propio bien.
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