Adolfo Mazariegos
Leí (en un artículo firmado por Andrea Zarate y Nicholas Casey) la apreciación que ambos autores hacían con respecto a que “Perú parecía un candidato improbable para la zozobra que ha experimentado en años recientes” (The New York Times, International Weekly, 13 de octubre de 2019). Ciertamente, la transición democrática peruana, que ha coincidido con lo que muchos expertos catalogaron en su momento como un interesante auge económico, parecía indicar que el país no volvería a experimentar situaciones como las que actualmente vive. No obstante, preciso es indicar que tales fenómenos (los eventos sociopolíticos recientes) no son un asunto exclusivo de aquel hermano país suramericano. Baste mencionar casos de actualidad como los de Ecuador, Nicaragua, Honduras, Venezuela y Guatemala (entre otros), para darnos cuenta de que está ocurriendo algo que requiere concienzuda atención en el marco de eso que llamamos -y aceptamos- como “democracia”, la democracia latinoamericana (o democracias, como a veces se les denomina con base en las diferencias propias de cada Estado en particular y no necesariamente con base en la teoría democrática vigente). En tal sentido y sin duda alguna, la corrupción (entendida como esa suerte de enfermedad, de factor que altera negativamente todo aquello que aparentemente viene caminando bien para la colectividad) se constituye en un elemento de análisis indispensable para intentar entender el fenómeno y buscar la manera de darle, quizá, alguna solución. Los escándalos por casos de corrupción han llegado a lo más alto de las estructuras estatales en prácticamente todo el continente, lo cual es un claro indicativo de cómo ha venido funcionando el sistema durante los últimos años y de cómo la sociedad (en su conjunto) ha empezado a convivir, casi de forma imperceptible, con esos actores que tan sólo hace unos cincuenta años eran prácticamente inexistentes en el devenir de la vida latinoamericana. Las estructuras de los Estados (latinoamericanos), hoy día, evidencian permeabilidad en aumento, y poca voluntad política de los gobiernos (en muchos casos) que estén verdaderamente dispuestos a que tal situación cambie para bien en términos sociales. La democracia es menester verla más allá de sólo el mecanismo electoral en el que se ha convertido en esta parte del mundo, y no tanto por el hecho de que sea un fenómeno que no se dé en otras latitudes (que sí se da, por supuesto), sino por las características propias de los Estados latinoamericanos y lo que ello puede representar de cara al futuro. La persistente y evidente fragilidad de la democracia y la falta de consolidación de ésta en los países que la han adoptado luego de prolongadas etapas de autoritarismo en América Latina es sencillamente el más claro ejemplo, con base en lo que está ocurriendo en varios de nuestros países, de que nada está escrito en piedra. Y de que aún queda mucho camino por recorrer, en el marco del ejercicio y de la consolidación de la democracia.