Por CLAUDIA LAUER y MEGHAN HOYER Associated Press
Casi 1,700 sacerdotes y otros miembros del clero sobre los que pesan señalamientos creíbles de abuso sexual infantil viven con poca o ninguna supervisión de las autoridades eclesiásticas o policiales, de acuerdo con una investigación de “The Associated Press”.
Décadas después de que la primera oleada de estos escándalos azotara diversas diócesis en Estados Unidos, algunos de estos curas, diáconos, monjes y personas laicas trabajan ahora como maestros de matemáticas en secundarias o como consejeros de víctimas de pederastia.
Otros trabajan como cuidadores y voluntarios en organizaciones sin fines de grupo dirigidas a ayudar a menores en riesgo. Viven cerca de parques infantiles y guarderías. Incluso adoptan y albergan a menores de edad.
En el tiempo desde que salieron de la Iglesia, decenas han cometido delitos, como agresión sexual y posesión de pornografía infantil, según un análisis de la AP.
Un reciente intento de las diócesis católicas en Estados Unidos para dar a conocer los nombres de los miembros del clero a quienes consideran que enfrentan acusaciones creíbles puso de relieve el problema desafiante de cómo vigilar y rastrear a los sacerdotes que en una situación casi habitual nunca fueron acusados penalmente y que en muchos casos simplemente fueron expulsados de la Iglesia o la dejaron para vivir ahora viven como ciudadanos comunes y corrientes.
Cada diócesis determina sus propios criterios para considerar si un sacerdote enfrenta acusaciones creíbles. Las denuncias van desde conversaciones inapropiadas y abrazos indeseados hasta sodomía o violación no consensuadas.
A la fecha, las diócesis y las órdenes religiosas han compartido los nombres de más de 5,100 miembros del clero con acusaciones creíbles, más de tres cuartas partes de ellos el año pasado. La AP investigó los casi 2,000 que aún viven para determinar dónde han vivido y trabajado, lo cual constituye a la fecha la revisión a más grande escala de lo sucedido con sacerdotes señalados como presuntos agresores sexuales.
De acuerdo con la revisión, más de 160 continuaban trabajando con paga o como voluntarios en iglesias, entre ellas decenas de diócesis católicas en el extranjero. Alrededor de 190 obtuvieron licencias profesionales para trabajar en educación, medicina, trabajo social y asesoría jurídica, entre ellos 76 que hasta agosto continuaban teniendo credenciales válidas en esos campos.
En la investigación también se encontraron casos en los que los sacerdotes volvieron a atacar víctimas.
Después de que Roger Sinclair fue expulsado en 2002 de la diócesis de Greensburg, en Pensilvania, porque presuntamente abusó de un adolescente décadas antes, terminó en Oregon. En 2017, fue arrestado por acosar sexualmente a un joven discapacitado y ahora está en prisión por un delito que según el principal investigador en el caso de Oregon jamás se debió permitir que sucediera.
Al igual que Sinclair, la mayoría de quienes fueron incluidos en una lista de personas «creíblemente acusadas» jamás enfrentaron juicio penal por los presuntos abusos cometidos cuando pertenecieron a la Iglesia. La falta de disponibilidad de antecedentes penales ha expuesto una enorme brecha gris que impide actuar a las juntas estatales de licencias y los servicios de verificación de antecedentes cuando los exsacerdotes buscan un empleo nuevo, solicitan ser padres adoptivos y viven en comunidades que ignoran la presencia y el pasado de esas personas.
Las diócesis también enfrentan la dificultad de cómo rastrear o vigilar a exempleados, así como el dilema de si deben hacerlo o no. Los defensores de las víctimas exigen mayor supervisión, pero las autoridades de la Iglesia aseguran que las peticiones rebasan lo que ellas pueden hacer legalmente. Y las autoridades civiles, como los departamentos de policía o las fiscalías, aseguran que su ámbito se limita a personas declaradas culpables de los delitos imputados.
Todo esto significa que la pesada carga de dar seguimiento a los exsacerdotes ha recaído en organizaciones civiles y las propias víctimas, cuyas denuncias han causado suspensiones, expulsiones y despidos, pero incluso entonces, las deficiencias en las leyes estatales permiten a muchos exclérigos mantener sus nuevos empleos, incluso a pesar de que el historial de acusaciones se ha vuelto público.
«Separados del sacerdocio o no, hemos argumentado desde hace tiempo que los obispos no deben reclutar, contratar, ordenar, supervisar, proteger, transferir y refugiar a sacerdotes depredadores, para después expulsarlos de súbito y afirmar que son incapaces de rastrear su paradero y actividades», dijo David Clohessy, exdirector ejecutivo de Survivors Network of those Abused by Priests (Red de Sobrevivientes de Víctimas Sexuales de Sacerdotes, SNAP por sus siglas en inglés), que ahora dirige la representación del grupo en San Luis.
Según análisis de la AP, más de 310 de los 2,000 miembros del clero que enfrentan acusaciones creíbles cometieron los delitos cuando eran sacerdotes. Además, la AP confirmó que Sinclair y otros 64 fueron acusados de delitos cometidos después de que dejaron la Iglesia.
Algunos de los delitos incluyeron manejar en estado de ebriedad, robar o implicarse en asuntos relacionados con drogas. Sin embargo, 42 de ellos fueron acusados de delitos de naturaleza sexual o violenta, incluida una decena sobre los que pesaron denuncias de agresiones sexuales contra menores.
Centenares de estos sacerdotes escogieron carreras que los colocaron en nuevos cargos que requieren confianza y autoridad, como empleos en los que atendieron a menores y víctimas de pederastia que hoy son adultos, determinó la AP.
Al menos dos trabajaron como agentes de detención juvenil en Washington y Arizona, y otros migraron a puestos en el gobierno como defensores de víctimas o planificadores de salud pública.
Otros consiguieron empleos en otras partes, como Disney World, centros comunitarios o albergues familiares para víctimas de violencia de pareja. Un exsacerdote comenzó una organización no lucrativa que envía a personas como voluntarios en orfanatos y otros lugares en naciones en desarrollo.
En decenas de casos, los sacerdotes ocuparon los cargos con la aprobación de las juntas estatales de licencias, que a menudo carecían de la autoridad para negárselas o desconocían las acusaciones hasta que las diócesis difundieron las listas.
Entre estas personas figura Thomas Meiring, que después de pedir su separación del sacerdocio en 1983, comenzó a trabajar como consejero clínico con licencia en Ohio, especializado en terapia para adolescentes y adultos con problemas de orientación sexual e identidad de género.
Meiring, que no contestó las múltiples llamadas de la AP, conservó su licencia estatal incluso después de que la diócesis de Toledo alcanzó un acuerdo en 2008 en un juicio tras una demanda presentada por un hombre que dijo haber sido víctima del entonces sacerdote cuando tenía 15 años de edad. Dijo que Meiring abusó sexualmente de él en una iglesia rectoral a finales de la década de 1960.
No fue hasta 2016 que fue aprobada la petición de la diócesis de Toledo para separar a Meiring del sacerdocio. Según archivos estatales, la Junta de Orientación, Trabajo Social y Terapia de Matrimonio y Familia de Ohio jamás adoptó medidas disciplinarias contra Meiring, de 81 años, quien figura entre los proveedores de tratamientos incluidos en la lista de una Corte municipal en un suburbio de Toledo.
«Hicimos ruido sobre él hace años y nadie hizo nada. Es increíble», dijo Claudia Vercellotti, que encabeza la oficina del SNAP en Toledo.
Sin embargo, Brian Carnahan, director ejecutivo de la junta de licencias, dijo que la ley le permite actuar sólo cuando la denuncia concluyó en una condena penal.
Cuando la primera gran oleada de abusos protagonizados por clérigos afectó las diócesis católicas a principios de la década del 2000, los obispos estadounidenses crearon la llamada Carta Dallas, que sería la base para atender denuncias de abuso sexual, y que incluiría capacitación y otros procedimientos a fin de impedir esa situación.
Un reducido grupo de abogados y expertos en derecho canónico dijo entonces que todas las diócesis debían ser transparentes, nombrar a los curas señalados de abusos y en muchos casos deshacerse de ellos.
Sin embargo, la mayoría de las diócesis optó por no identificar a los sacerdotes implicados. Y entre las diócesis que han dado a conocer las listas desde entonces, algunas sólo facilitaron los nombres, sin detalles de las denuncias por las que fueron incluidos, ni las fechas de las asignaciones o las parroquias a las que pertenecieron.
«Se suponía que la Carta Dallas compondría todo. Se suponía que convertiría en historia el escándalo de abusos, pero eso no sucedió», afirmó el reverendo Thomas Doyle, abogado en derecho canónico que intentó advertir a los obispos sobre la amplitud de los casos de abuso sexual.
Después del establecimiento de la Carta en 2002, lo más probable es que las diócesis simplemente secularizaran a los sacerdotes y los dejaran ser ciudadanos comunes.
«Si estas personas simplemente se iban y desaparecían en algún lugar, no sería problema», declaró Doyle. «Pero no lo hicieron. Se consiguieron empleos y se crearon espacios donde podían tener acceso a menores de edad y volver a abusar de ellos».
El diácono Bernie Nojadera, director ejecutivo del Secretariado para la Protección de Niños y Jóvenes, de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, destacó que el problema de la vigilancia no es algo sencillo, puesto que las decisiones recaen de manera personal en los obispos de cada diócesis y la Conferencia no emite lineamientos generales que deba cumplirse.
«Tenemos 197 formas diferentes de aplicación de la Carta Dallas. Es un mapa de ruta, un mínimo esencial», declaró Nojadera. «No conversamos sobre las situaciones por las que estos hombres son apartados del sacerdocio y qué sucedió con ellos después. Y nuestros abogados en derecho canónico se apresuran a decir que no hay competencia para monitorearlos».