Arlena Cifuentes
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En el marco del Encuentro Nacional por el Desarrollo cuyo objetivo este año, así lo entiendo, es el fortalecimiento institucional, Enade ha venido promoviendo una serie de conversatorios. Hace unos días asistí a una discusión sobre el tema central que incluye una agenda mínima y que ellos plantean como la transición de pasar “de un Estado líquido a un Estado sólido”. Escuchando el sinnúmero de puntos de vista –muy respetables– de los asistentes, en lo personal manifesté que todos estos ejercicios –que son válidos– dejan fuera aspectos fundamentales para impulsar el desarrollo y el fortalecimiento institucional. Por una parte, son ejercicios elitistas –comprendo que es parte de nuestra realidad hoy por hoy cuyos insumos no trascienden– que tienen su razón de ser y su fundamento en el desconocimiento e ignorancia de la importancia de la cosa pública de la mayor parte de la sociedad. Por otra parte, así lo externé, podemos sentarnos a intentar ponernos de acuerdo en una infinidad de temas, pero hay algo que es fundamental y a lo que pocas veces ponemos la debida atención, ya que nuestros intereses están muy focalizados: el desarrollo del ser humano, de cada poblador de estas tierras.
Para la gran mayoría de guatemaltecos su vida, su visión de mundo se reduce al pequeño espacio territorial que abarca el lugar en donde nace. Para muchos su cosmovisión se reduce al departamento, al pueblo o bien a la aldea o al área marginal a la que pertenece. Es decir, es un mundo reducido, estrecho y delimitado por ese espacio geográfico en donde se nace y ocurre su desarrollo físico. Las razones son obvias, la falta de oportunidades que atan, esclavizan y condenan a generaciones a permanecer en la oscuridad y en la pobreza, como consecuencia de la incapacidad del Estado de generar condiciones para satisfacer sus necesidades básicas de las cuales ni siquiera están conscientes, pues lo inmediato es la satisfacción del hambre y del cobijo.
Para que los pueblos se desarrollen es indispensable entender que el pilar fundamental que hará posible la construcción sólida del Estado está constituido por sus habitantes, los seres humanos que cada vez más han venido siendo relegados.
La pobreza es injustificable, es imperdonable para todos los que no la padecemos, sencillamente porque el problema no nos interesa, nos es indiferente. “La Evangelización” es un objetivo primordial para la Iglesia Católica hoy en día. Monseñor “Papito” decía hace unos días “no podemos evangelizar si no sentimos el dolor de los pobres”. Expresión que conlleva una gran verdad, si ver a nuestro derredor no nos duele es porque sencillamente estamos muertos por dentro o el egocentrismo nos invade. Si nos duele, ello debería impulsarnos a realizar acciones concretas. La necesidad, la realidad del prójimo tiene que doler; sin embargo, la desconocemos, no es tangible en ese pasar de largo con la indiferencia que a diario practicamos.
Mientras los pueblos no tengan acceso a los derechos mínimos que les corresponden, ni social, ni económico, ni político con una población iletrada con una capacidad reducida de trascender más allá de su propia circunstancia en donde la movilidad social hacia arriba está vedada no pueden generarse condiciones para alcanzar un desarrollo sostenible. La erradicación del analfabetismo absoluto y funcional son prioridad número uno.
La exclusión social –es decir la sociedad– condena al ser humano a la pobreza. Dicha condena y aceptación debería llevarnos a la desaparición del concepto de “ser humano” como tal y podríamos antojadizamente llamarle cómo se nos ocurra: Pobre, mísero, sobreviviente porque no vive, sólo sobrevive convirtiéndose en un autómata. Observe usted en las calles cómo caminan los indigentes, con la mirada perdida, mire a los niños que han inhalado pegamento u otras sustancias. Somos una sociedad deshumanizada.