Luis Enrique Pérez
El pasado martes 3 de septiembre finalizó el acuerdo de creación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Ese acuerdo debía estar vigente durante dos años; pero fue prorrogado varias veces y estuvo vigente durante doce años. Varios grupos de ciudadanos festejaron el final del acuerdo. Había caído el maléfico reinado de la comisión.
Algunos ciudadanos que defendieron a la comisión quizá habían cometido delitos que no habían sido objeto de acción penal pública; y defenderla era precisamente un simulacro que pretendía evitar esa acción. Y algunos ciudadanos que se oponían a esa comisión, pero que en ningún sentido eran defensores del saqueo del tesoro público, o de la impunidad, o de la ilegalidad o de la transgresión del derecho, fueron acusados precisamente de tal defensa. Era un estúpido error lógico; pues oponerse a la comisión no necesariamente era defender tal saqueo, o tal impunidad, o tal ilegalidad, o tal transgresión.
Fui uno de los opositores. El principal motivo de mi oposición fue que la comisión era incompatible con la Constitución Política, la cual crea tres organismos del Estado; pero la comisión era un cuarto organismo, poseedor de un poder superior: tenía una independencia absoluta, que no tienen los mismos organismos del Estado. Y la Constitución declara que el jefe del Ministerio Público es el Fiscal General de la República, a quien compete el ejercicio de la acción penal pública; pero el jefe de la comisión era el ultrajefe de ese ministerio y el ultrafiscal general.
La comisión tuvo éxito en algunos casos; pero tal éxito, aunque le confirió utilidad, no le otorgó legalidad. Esta distinción entre utilidad y legalidad es importante porque, por ejemplo, asesinar a quien ha cometido los peores delitos puede ser útil para la sociedad; pero no por ser útil es legal. ¿O, por utilidad social, habría que asesinar a los reos más peligrosos?
La comisión provocó un perjuicioso relajamiento de las instituciones del Estado a las cuales compete la seguridad pública, la investigación criminal y la persecución penal pública. Fue un relajamiento reforzado por la infundada esperanza de que una institución internacional con ilimitado poder podía, aunque fuera ilegal, combatir la criminalidad, reducir la impunidad y mejorar la administración oficial de justicia. El mismo Álvaro Colom, cuando fue Presidente de la República, declaró que, gracias a la comisión, podía “dormir tranquilo”. Es decir, aquel a quien competía “cumplir y hacer cumplir las leyes”, y procurar la seguridad al Estado, y ejercer el mando “de toda la fuerza pública”, podía dormir deliciosamente arrullado por la comisión.
La comisión abolió el principio de presunción de inocencia. Inventó testigos y logró que fuera brindada privilegiada protección a quienes suministraran un falso pero propicio testimonio. Y convirtió la denominada “prisión preventiva” en una eterna prisión apta para provocar la muerte del prisionero. Y amparada en una permitida y hasta autorizada ilegalidad, exigió a los jueces emitir veredictos que la complacieran; y si no la complacían, podían ser acusados de ser cómplices de los agentes criminales. Los magistrados y los jueces tenían que ser servidores de la comisión.
La comisión persiguió a militares que habían derrotado a la guerrilla, y a algunos empresarios; pero nunca persiguió a algún exguerrillero autor de espantoso terrorismo, o ávido destructor de bienes públicos y privados, o asesino, extorsionista y secuestrador. Era explicable: la comisión se convirtió en un agente criminal cuyo íntimo propósito era político o ideológico.
Post scriptum. Una comisión nacional que sustituya a la sepultada Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala podría ser incompatible con la Constitución Política, que le adjudica al Ministerio Público “el ejercicio de la acción penal pública”.