POR CALVIN WOODWARD/AP
WASHINGTON
Donald Trump vio alguna vez un país que había perdido su grandeza: con ciudades asoladas por la delincuencia, fronteras convertidas en una patética coladera, con un gobierno corrupto y cuyo prestigio era la burla del mundo. “El sueño americano está muerto”, declaró.
En contraste, ensalzó los frutos del liderazgo comunista.
“China, si vas ahora, tiene caminos, puentes, escuelas, nunca habías visto algo así”, apuntó. “Adoro a China”, prosiguió. ¿Y Estados Unidos? “Estamos muriendo… No tenemos nada”.
Palabras duras, sin amor por su país. Pero Trump no se fue de Estados Unidos ni “regresó” a lugar alguno como dice que deberían hacer quienes critican al país. Por el contrario, en aquellas declaraciones de 2015 asociadas para siempre con sus comentarios contra los inmigrantes mexicanos, Trump anunció su precandidatura presidencial y emprendió su intento para hacer a Estados Unidos grande “otra vez”, de acuerdo a su criterio de grandeza.
En la mente de Trump y en la de sus simpatizantes, eso era lo que se debía hacer si uno era patriota.
Pero si aquello fue patriotismo, ¿cómo debe considerarse lo que hacen las cuatro demócratas liberales que según él deben irse del país si no lo aman? Trump afirma que lo que ellas han dicho son críticas de odio hacia Estados Unidos.
Trump causó revuelo el domingo con tuits que presentan falsamente a las legisladoras pertenecientes a minorías étnicas de Estados Unidos como extranjeras, y les dijo que deben irse a los “lugares malogrados e infestados de delincuentes de los que vinieron”.
La Cámara de Representantes, de mayoría demócrata, condenó el martes lo que describió como “comentarios racistas” de Trump, una medida que obligó a los republicanos a tomar partido en un episodio que los ha puesto en posición incómoda. Todos salvo cuatro apoyaron a Trump.
Trump no ha reculado. En un mitin político el miércoles en Carolina del Norte, el mandatario parecía regodearse cuando la multitud coreó “regrésenla” y afirmó que las legisladoras “nunca dicen nada bueno. Por eso digo: ‘si no les gusta, que se vayan, que se vayan’”. Para el jueves, Trump se desvinculó del coro: “No estuve contento con eso”, aseveró, mientras agregaba que las mujeres “tienen una gran obligación, y la obligación es amar a su país”.
Al igual que Trump, las cuatro legisladoras son increpadoras, señalan lo que creen que está mal en el país y tratan de corregir algunas cosas, desde ángulos distintos a los del mandatario. Al igual que Trump, las representantes Alexandria Ocasio-Cortez, de Nueva York; Ayanna Pressley, de Massachusetts; Rashida Tlaib, de Michigan, e Ilhan Omar, de Minnesota, pueden exaltarse. Sin embargo, su desprecio está dirigido contra Trump, no contra la bandera.
Ocasio-Cortez causó asombro en marzo cuando insinuó que la situación de Estados Unidos hoy es quizá 10% mejor que la “basura” de los años de gobierno de Ronald Reagan.
Igualmente Trump causó asombro con el discurso de su asunción presidencial en el que habló de fábricas vacías “que parecían lápidas en el paisaje”, deterioro urbano, delincuencia, pandillas, drogas, educación fallida: “esta masacre estadounidense”.
Exigir que se ame al país —o que se hagan expresiones de ello— como condición para vivir en él es un tanto una actitud antiestadounidense, porque la Constitución consagra el derecho a criticar, a disentir en forma no violenta y a despotricar en Twitter.
El juramento de ciudadanía que hacen los inmigrantes no los obliga a hacer expresiones de afecto por Estados Unidos.
Los nuevos ciudadanos deben aceptar que obedecerán las leyes, ingresarán al ejército si los reclutan, renunciarán a su fidelidad a cualquier otro Estado y comprometerán su lealtad no a Estados Unidos y no a un presidente, sino a una Constitución.