Alfonso Mata

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Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.

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Alfonso Mata

En Guatemala, territorio heterogéneo por su fisiografía y demografía, asistimos al enfrentamiento poderoso de tres fuerzas. Un encuentro entre un orden político con un orden social y un orden económico y financiero, que incluso trasciende nuestro territorio.

La apertura de las fronteras de esas tres fuerzas, que debería ser la principal inquietud nacional, se ve muy lejana según el actual orden de cosas y acontecimientos que suceden en esos campos; indefinición que está trastornando no solo el modo y estilo de vida de los grupos sociales, sino el tipo de ser humano, ante su necesidad de adaptarse o perecer.

En esa lucha sin cuartel de lo político, social y económico, dos fenómenos totalmente humanos inciden sobre sus resultados: un estallido de crecimiento demográfico, de potencia totalmente heterogénea entre grupos, pero que afecta más a los más necesitados y un deterioro ambiental, que sigue el mismo camino. Por consiguiente, la guerra entre esas tres fuerzas, afecta más a los más pobres. Es en la gente más pobre, en que la organización jerárquica de la sociedad causa más daño: su aislamiento a tener acceso a los derechos constitucionales como debe ser y manda la ley y sin privilegios adecuados para sacarlos de su estado, al aumentar su número aumenta el problema.

Nuestra sociedad jerárquica, con yuxtaposición de grupos, intereses y posibilidades, engendra constantemente conductas irresponsables, injusticias y privilegios que dan como resultado, una nación en que predomina un individualismo cargado de ira, rencor, odio y desconfianza. En esas circunstancias, cualquier cambio se torna difícil y muchos imposibles y en este maremágnum entre fuerzas, ambientes y grupos humanos, los provincianos y aún más los aldeanos sufren más, incluso con carácter humillante y esclerosante, pues aun en sus decisiones, necesitan la ayuda y la aprobación de quien los tutela y entre ese desdichado y el Estado, puede notarse otro número nada despreciable de “elegidos intermediarios” en que la principal forma de gestión es “como favor”.

De tal manera que al final tenemos una nación, en donde las iniciativas que podrían favorecer a la mayoría están frenadas, las responsabilidades diluidas y los ciudadanos descontentos. Una buena mayoría no hacen más que quejarse y culpar a un poder casi imposible de identificar con precisión y nadie parece autorizado -al menos desde el punto de vista legal- a cambiar el cuadro donde vive. No hay punto de encuentro entre la necesidad de un cambio acelerado y una sociedad detenida, pues en ese orden de cosas, el Estado es una contradicción en sus objetivos: Un crecimiento económico y la conservación de su aparato político, difícil de cambiar, ya que cuatro o cinco generaciones de guatemaltecos, hemos formado hábitos políticos y sociales al respecto, profundamente ligados a ese funcionar político en que predomina cierto individualismo, que impide el debate y la acción, ya que resulta más cómodo alejarse de la negociación, del compromiso y el trabajo en equipo y entonces surge la idea de que el crecimiento, bienestar, progreso, no solo se torna indefinido sino debe ser emprendido por cada quién.

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