Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz

Me pasó una vez que, estando yo en primer grado de primaria, un compañero de aula me dijo que tenía un caballo en su casa y me lo quería regalar. Recuerdo mi sensación de sorpresa y de emoción ante la oferta que me hacía, y le pregunté si era cierto lo que decía.

-Es cierto-, me dijo. –Lo que pasa es que ya no puedo tenerlo en mi casa y lo tengo que regalar. Te lo puedo dar mañana–.

Ese día entré corriendo a mi casa y fui directamente al patio, pensando que era el único lugar donde podía poner al caballo, al que ya sentía que tenía en la bolsa. Recuerdo bien la pared celeste de block, con una diana que a manera de tiro al blanco, había pintado con témpera azul para jugar.

Le conté a mi madre, que inmediatamente me dijo que me estaban tomando el pelo. Luego llegó mi padre y lo puse al tanto. Me dijo que la casa era muy pequeña, y que un caballo necesitaba muchos cuidados que nosotros no éramos capaces de darle. Me pidió que le diera las gracias a mi amigo, y le dijera que no podíamos aceptar.

Dos negativas en un solo día, y una ilusión tan grande que veía cómo se desmoronaba. Ahora se, que la palabra, viene del latín illusio, que significa engaño. Así estaba yo, ilusionado, engañado.

Al día siguiente fui la burla de mis compañeros de colegio, que se reían de mí, preguntándome por el caballo y dónde lo iba a poner. Aunque uno, se separó del grupo, me puso la mano en el hombro y me exhortó a que no me preocupara, que así era el tiempo entre amigos y que todo iba a pasar.

No sé si lloré más de vergüenza, de rabia o de desilusión. Me sentí solo, con una oscura sensación de falta de apoyo; e impotente ante todo lo que me rodeaba en aquel momento.

El punto al que quiero referirme con esta anécdota, es que el niño aquel de seis años que era yo, todavía vive dentro de mí y de vez en cuando se ilusiona con algo y se siente entusiasmado y capaz de todo.

Pero también viven en mí una madre y un padre que procuran detenerme cuando empiezo a irme de boca. Es más, me habita el amigo que quiso embromarme con el caballo, cuando me pongo a ofrecer lo que no tengo. Y viven en mí, todos los que se divirtieron burlándose de mí cuando me vieron caído, porque yo también he hecho escarnio de alguien, más de una vez.

Y el amigo que quiso consolarme atreviéndose a mí en solitario y ofreciéndome lo mejor que tenía para darme, su empatía. A veces yo también trato de ser comprensivo con alguien y suavizarle un poco el momento.

Todo lo doy por bien habido, y desde hace tiempo he dejado la anécdota en el pasado, para no sentir cada vez que la recuerdo, lo mismo que sentí entonces. Depende de mis pensamientos que mantenga activas las emociones por eventos pasados. Las emociones deben ser siempre pasajeras.

Trato de no resentir, no siempre con éxito; para no quedar estancado en rancios sentimientos de emociones mal procesadas y que fueron dolorosas, pero que ya pasaron. No quiero dejar que me lleve la corriente de elucubraciones mal acomodadas, para que no haya ningún ánimo que tome el control.

Toda esta descarga de afectos ligados a recuerdos infantiles, viene al caso; porque acabo de saludar en la calle al chico aquel que me ofreció el caballo, y que nunca me dijo de qué color tenía la piel.

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