Juan José Narciso Chúa
La situación de Guatemala es, sin duda, peculiar. Luego de un proceso secular de erosión del Estado, en donde en lugar de constituirlo con condiciones de modernidad –adecuadas a sus propios tiempos– erigirle capacidades institucionales para generarle independencia e inyectarle recursos financieros y humanos para hacer del mismo un Estado redistributivo en lo social, técnico en lo económico y sólido en lo político, las élites optaron por un proceso erosivo que lo levantaba sobre bases frágiles y sin capacidad de respuesta a todo lo que se presentaba.
Los militares, cuando estuvieron en el poder, optaron por terminar de erosionar su credibilidad. Decidieron trastocarlo para erigirlo en un patrimonio propio, para exprimirle todos los excedentes posibles y hacerlo del mismo su espacio político y financiero para hacer fortunas del mismo, le generaron recursos para hacer del mismo un espacio contrainsurgente, desde donde recrearon las peores perversidades, con visos demenciales, para acabar con toda expresión contraria a su posición de supuesta defensa de la institucionalidad y su lucha contra el comunismo. Vaya falacia. Igual terminaron destruyendo la base institucional del Estado, sus fundamentos estaban carcomidos, sus instrumentos se quedaron cortos y deslucidos para enfrentar el cúmulo de necesidades y entregaron un Estado derruido, frágil e impotente.
La democracia llegó por la presión interna de la lucha armada, sumada a la crítica y presión internacional para iniciar un proceso abierto de democratización, empezando por abatir el conflicto, abrir los espacios para expresiones contrarias, propiciar la tolerancia como elemento para la distensión, respetar las garantías individuales e iniciar una etapa de modernidad en cuanto al Estado y la cuestión económica. Desafortunadamente, aunque hubo regímenes que intentaron modificar las reglas del juego, se toparon con unas élites obtusas que continuaban en su posición de caporales de finca, en donde ellos imponían las condiciones, establecían las reglas del juego, demarcaban la cancha, ponían al árbitro, seleccionaban a los jugadores e, incluso, torpemente, decidían el marcador final.
Varios regímenes fueron elegidos por ellos, para asegurar la sujeción, acá nada se acepta si no pasa por ellos, cualquier intento de violentar estas condiciones sería castigado frontalmente. Esto se modificó seriamente cuando apareció un actor que nadie esperaba en qué se iba a convertir la CICIG. Cuando esta comisión apareció, los cuadros orgánicos de las élites se encargaron de bajar el tono de los casos, de reducir el escándalo, le bajaron tensión a las investigaciones, aherrojaron a un comisionado, al otro lo defenestraron con el apoyo de la propia Cancillería, pero el siguiente no aceptó tales imposiciones.
Cuando se destaparon los escándalos de corrupción, la ciudadanía volteó los ojos a una realidad que todos sabíamos, pero no podíamos comprobar. Se abrió un hálito de esperanza que venía a destaparle los pies a las élites, a sus interlocutores –Gobierno, Congreso y Cortes–, así como a delinear claramente el comportamiento de todos estos actores amalgamados alrededor de la corrupción, situando la génesis de toda esta arquitectura en el financiamiento electoral ilícito.
La revuelta conservadora no se dejó esperar y se organizó una conspiración en contra de la CICIG y todo aquello que se pareciera a ella, hasta que la arrinconaron, la erosionaron, le cortaron los servicios, la exiliaron y la desprestigiaron, todo un esfuerzo para destruirla y reventar sus resultados. Todos creyeron que ya lo habían conseguido, pero no. Los grupos organizados de la sociedad civil continúan en esta lucha, pocas expresiones políticas contradicen esta conspiración, la cooperación internacional –a excepción de la atonía gringa– siguen apoyando. Lo peor es que todo este proceso de deterioro que ilustro en el poco espacio de esta nota, nos ha dejado un Estado que además de corrupto e inútil, se volvió presa del narcotráfico. Vaya logros los de las élites, militares y políticos. Una herencia que ciertamente nos dañó, pero concita, aún más, la lucha y el disenso.