Grecia Aguilera
“Las coloco enfrente. Dos jacarandas, dos candelabros ante el altar de la atardecida. Su color de violeta ceniza cae en lluvia ante los ojos, se despetalan. Surge una fuente estrecha y en quiebres angulares. Sobre el espejo se desmenuzan los segundos lilas. Estremecimientos azocados cruzan las aguas tranquilas. Nos gusta su color, como arte el pensamiento de los mundos del ensueño reclinado sobre terciopelos celeste rosas; tiene ese matiz el don de apaciguar las acres tormentas del espíritu, las sordas rebeldías contra uno mismo y contra los demás. Se queman en pebeteros azules morados. Ojos lilas nos miran suavemente y nos adormecen. Las hemos visto nacer como alitas entre las hojas, hemos visto caer esas hojas, cesar el verdor y ser sustituido por el tenue lila. Luego han sufrido los árboles totalmente vestidos de flores, podrían tomarse como inmensos floreros, podríamos volcarlos sobre la falda de la piedad inmensa. Son árboles que han florecido prematuramente. Ahora se despueblan y tienden alfombras como coloridas sobre el pavimento. Forman celosías móviles por donde miran las bellezas melancólicas de la tarde. Suspiros brotados de entre los labios. Si hay algo que evoque el suspiro es la jacaranda en flor. Es una florescencia de suspiros. Entre la arboleda, cuando ya son sombras lilas los suelos, contra el reflejo de oro de los horizontes, las parejas se perfilan armoniosamente, entrelazadas, hurtando un beso al paso, a la promesa de la felicidad. Hemos puesto estos candelabros de jacarandas frente al espejo de oro del poniente. Escuchamos surgir los susurros de los pétalos: apenas si hemos tenido tiempo para estar allá arriba, murmullan formando una cúpula milagrosamente morado rosa. La cúpula se ha mecido al movimiento del aire, hemos musicalizado en el viento, nuestro mensaje lo han escuchado unos pocos, pero han sido quienes han sumergido sus ansias entre las flores para calmarlas por medio de sus estrujamientos levemente ondulados. Vidrios del ayer, prismas del hoy: el espíritu es un fervor perpetuo, quiebra de continuo su avidez de inmortalidad en lo pasadero, en lo perecedero, en lo breve. Quisiéramos asir de su túnica ese momento de dicha, ese temblor de gozo. Quisiéramos más permanencia del éxtasis. He aquí lo fugaz de la gloria, de la entrega mutua en el amor, de la euforia. Las jacarandas forman guitarras moradas en el véspero o arpas de pétalos o una luz musicalmente dormida en ópalos vibrantes. Tienen la esencia misma de las sutilezas de la vida, de los besos, de los abrazos, de las caricias. La filosofía de la caricia de las jacarandas es la del roce alado y tibio, la de la vibración lentamente febril, de los recorridos de oro por los nervios del preludio celeste que conduce a los frenesíes estelares. Están enfrente, heridas en pleno pecho y sangrando. Es que han florecido entre las buganvillas y éstas se desprenden en grueso torrente en medio del manto hervoroso de pétalos lilas. Comprendemos el símbolo: corazones heridos por la pasión entre la suntuosidad maravillosa del amor. Tranquilizantes de nuestra fatiga, las jacarandas en flor extendieron sus arcadas por el bulevar. Hoy los árboles están fatigados como nosotros: sus flores se desprenden e igual que nuestros pensamientos. Ya dimos la carga de nuestras flores dicen, ahora volvemos a ser hojas, las futuras floraciones se envainan. Dejadnos ahora en el olvido hasta la próxima estación. Hemos puesto a iluminarnos dos candelabros de jacarandas. Seguirán floreciendo mientras corra su savia aún, y aun cuando con fatiga, escribiremos todavía con sangre de jacaranda y resplandor de poniente.”