Adolfo Mazariegos
Hace aproximadamente un año me acerqué a la oficina central de Correos de Guatemala con la intención de enviar, por ese medio, un sobre con algunas viejas fotografías que había ofrecido a un amigo que, desde hace varios años, es profesor en una universidad de Estados Unidos. Pude haberlas fotografiado nuevamente y enviarlas por e-mail, como se acostumbra hoy día, pero el sentimentalismo asociado a experiencias vividas con cariño y respeto en épocas pasadas, a veces es inevitable. La persona que entonces me atendió me explicó que el servicio de correos llevaba ya algún tiempo sin funcionar, producto de algunos problemas que se habían suscitado en la renovación del contrato con la empresa que manejaba el servicio. No me dio más explicaciones, dijo que no tenía mayor información al respecto y me señaló, con resignación, un buen número de sacos y bolsas con cartas y paquetes que aún no habían sido entregados a pesar de haber ingresado al país desde varios meses atrás. Me recomendó utilizar un servicio de correo privado y me indicó que en las cercanías había varias oficinas con representación de empresas que brindaban tal servicio. Agradecí la recomendación y me marché en busca de uno de esos negocios que, finalmente, por una suma cuyo monto exacto no recuerdo en este momento, pero que rondaba los Q500.00 (quinientos quetzales) hizo llegar el sobre ofrecido a mi amigo en más o menos una semana. Hace unos días, consciente de que seguramente me encontraría con el mismo problema, visité nuevamente el edificio central de Correos, con la intención de enviar un libro que había ofrecido a una querida amiga periodista en España. La persona que me atendió, esta vez, me contó la misma historia que alguien más me había contado meses atrás. “Disculpe -dijo, ante mi pregunta-, no sabría indicarle cuánto tiempo más estaremos así”. Me sonrió, y me señaló (como en mi experiencia anterior) el volcán de sacos con cartas y paquetes que había en un espacio cercano a donde nos encontrábamos. Le devolví la sonrisa y le di las gracias, marchándome sin dejar de lamentar -para mis adentros- el hecho de que todo un país no cuente con un sistema nacional de correos que permita enviar y recibir correspondencia de cualquier otra parte del mundo. Sean cuales sean las causas y los responsables, es lamentable e inconcebible que algo de tal magnitud suceda y perdure ya por varios años. Las nuevas tecnologías y los servicios electrónicos ayudan sin duda a minimizar el efecto visible de la inoperancia de un servicio como el aludido, pero evidentemente no todos tenemos las mismas capacidades de pago por servicios privados de correos para enviar cartas o paquetes cuyo valor (aparte del sentimental, por supuesto) muchas veces es muy inferior a lo que se paga para que finalmente lleguen a destino. No solo es una vergüenza que algo así suceda sino que, además, pone de manifiesto, como en otras tantas cosas, la falta de voluntad y capacidad para resolver cuestiones necesarias como esa.