Mario Alberto Carrera
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La necesidad de escribir un diario traduce el deseo y la urgencia de detener el tiempo, de atraparlo y de no permitir que huya. El tiempo que se va es la proclama y la declaración de que el final –de los finales- se acerca. El tiempo, de alguna manera, de manera cotidiana, queda encarcelado en los periódicos y en las columnas que son crónicas de lo cual queremos dejar un documento, para recuerdo de los que vendrán.
La voz tiempo es dicha y repetida todos los días ¡y muchas veces al día!, casi sin darnos cuenta, porque es una categoría de la razón como lo definiría Kant. Es como si tuviéramos en el cerebro un filtro -el tiempo- por el cual todo tiene que pasar antes de conocerlo, reconocerlo y precisamente categorizarlo. Por eso es que decimos: ¡me falta tiempo para llegar a x lugar! No sé si tendré tiempo para verte. ¿Llegaré a tiempo? ¿Estoy a tiempo? ¿Me alcanzará el tiempo? Y en cada una de estas frases -y de muchísimas otras que podría citar- el tiempo cobra, asimismo, diversas connotaciones, que nunca dejarán satisfecho nuestro deseo -si es que somos capaces de sentir el asombro- sobre la pregunta sin respuesta satisfactoria entorno a qué es este concepto -y esta voz- que resulta inatrapable.
Y todo esto porque estamos en los primeros días de un “año nuevo” -2019- que provoca diversas reacciones en quienes tenemos la suerte ¿o el infortunio?, de desfilar -con ansiedad o al menos con preocupada curiosidad- hacia el porvenir ignoto de sus primeros días.
Un “año viejo” que se va y un “año nuevo” que entra en el pálpito de nuestras venas que se creen renovadas con su arribo. ¿Quiere decir, entonces que el tiempo es viejo y es nuevo. Que se renueva cada vez que envejece sin necesidad de un lifting, sin apremios de un retoque restaurador? ¿Es como una dama de la alta sociedad que pasa por el quirófano y sale tersa, juvenil y nuevamente sexual?
No lo sabremos nunca a carta cabal. Creo que fue San Agustín quien dijo alguna vez (que también era muy de disquisiciones agobiadoras) que cuando en solitario se preguntaba sobre el tiempo sabía lo que es. Pero que -cuando en público se lo preguntaban- ya no sabía lo que es…
Porque el tiempo es como el agua que fluye en un río sin contención: un fluido que se escapa y que en su escape nos conduce hasta la muerte. Lo cree Heráclito así y también Manrique.
Los niños -y también muchos jóvenes en su dichosa ingenuidad- creen que efectivamente -y tal y como los escuchan por aquí y por allá- el tiempo entra y sale a nuestro antojo por los almanaques (que ya nadie usa porque el celular nos dice los meses y los años con gran facilidad) y que unos años envejecen y otros nacen rejuvenecidos. Los años no envejecen. No es el año viejo el que se va. Los que envejecemos somos nosotros desde que nacemos y somos nosotros mismos con nuestras muertes y con nuestros nacimientos quienes creamos el tiempo, si es que el tiempo existe y es -de alguna manera- cuantificable.
Nacer y morir es tal vez la única forma existencial de hacer la cartografía del tiempo. Entre el nacer y el morir está el tiempo de cada quien. Ese es el tiempo tuyo y el tiempo mío. Los demás “tiempos” no nos pertenecen porque el tiempo se termina con tu muerte y con la mía, como todo.
¿Un trágico solipsismo? No. Solipsismo tal vez. Pero trágico, no. Somos la medida del tiempo y por eso morir es como nacer. De uno y de otro hecho no tenemos conciencia. Así que ¿Por qué preocuparnos?
Continúa el lunes.