Por Sonia Pérez
AP

Un pequeño altar con flores y veladoras yacía sobre una mesa dentro de la sencilla vivienda de madera en una remota región rural de Guatemala. Cerca de allí estaba un pequeño par de botas de hule, adecuadas para un niño de 8 años.

Pegadas a la pared había tres fotos acompañadas por un sencillo epitafio para el niño cuya memoria se honraba con el improvisado altar: “Felipe Gómez Alonzo. Murió el 24 de diciembre de 2018 en Nuevo México, Estados Unidos”.

En Nochebuena, Felipe se convirtió en el segundo niño guatemalteco ese mes en morir bajo custodia de autoridades estadounidenses cerca de la frontera con México. Los fallecimientos desataron críticas generalizadas hacia el presidente Donald Trump, que ha procurado responsabilizar de ello a los demócratas, incluso mientras su secretaria de Seguridad Nacional prometía que se realizarán exámenes adicionales de salud a los niños migrantes detenidos.

En el poblado de Yalambojoch, donde vivía el niño en el occidente de Guatemala, las consecuencias políticas en Estados Unidos de lo ocurrido parecían muy distantes y sólo había una profunda tristeza por su muerte. Los parientes dijeron que no tenían idea de que podría ocurrir una tragedia así. Ni habían oído hablar de las políticas estadounidenses por las que miles de niños migrantes fueron separados de sus padres a principios de este año.

“No tenemos televisión, no tenemos radio”, dijo Catarina Gómez, hermana de Felipe. “No sabíamos que había pasado antes”, agregó, refiriéndose a que desconocían que otros niños migrantes ya habían muerto.

La aldea, situada sobre una planicie y rodeada de espectaculares montañas llenas de pinos verdes, es un sitio de pobreza aplastante y falta de oportunidades. Sólo hay una pequeña escuela, no es posible transitar por las calles de tierra en época de lluvias y las viviendas son rudimentarias, sin pisos adecuados, agua ni electricidad.

En la comunidad habitan familias que huyeron a México durante los años más sangrientos de la guerra civil de Guatemala de 1960 a 1996, pero regresaron tras la firma de los acuerdos de paz. No hay empleos, y la gente vive exiguamente de la agricultura de subsistencia y el comercio local. Los residentes dicen que el gobierno guatemalteco ha permanecido impávido ante su sufrimiento, queja que puede escucharse en otros poblados pobres del país.

Catarina dice que desde hace algunos años en la comunidad “todos empezaron a irse a los Estados Unidos”, tanto que un proyecto local para mejorar la educación, financiado con cooperación sueca, dejó de funcionar porque ya no había jóvenes a quienes darles clases.

Fueron la pobreza extrema y la falta de oportunidades las que impulsaron al padre de Felipe, Agustín Gómez, a decidir que él y el niño partirían rumbo a Estados Unidos. Otros integrantes de la comunidad ya habían podido cruzar la frontera estadounidense con niños, y pensó que tendrían la misma suerte.

Felipe fue elegido por ser el hermano varón más grande. Nadie pensó que el trayecto fuese peligroso.

“No pensé, porque ya varias familias se han ido y llegaron; pensé que iba a ser lo mismo”, dijo Catarina Alonzo, la madre de Felipe, en su lengua indígena chuj porque no habla español. Su hijastra funge como intérprete.

Felipe estaba sano cuando partieron, afirma su familia. La última vez que su madre habló con él, un día antes de que lo detuviera la Patrulla Fronteriza, le dijo que estaba bien, que había comido pollo y que la siguiente vez que hablaran la llamaría desde Estados Unidos.

Pero la llamada que entró fue la de su marido el día de Navidad para decirle que Felipe había muerto la víspera.

Ambos habían sido aprehendidos una semana antes, el 18 de diciembre, cerca del puente Paso del Norte que comunica a El Paso en Texas con Ciudad Juárez, en México, según funcionarios fronterizos. Padre e hijo fueron detenidos en el centro de procesamiento del puente y luego en la oficina de la Patrulla Fronteriza en El Paso antes de ser transferidos el 23 de diciembre a unas instalaciones en Alamogordo, Nuevo México, a unos 145 kilómetros (90 millas) de distancia.

Después de que un agente se percató que Felipe estaba tosiendo, padre e hijo fueron transportados a un hospital en Alamogordo, donde al niño se le diagnosticó resfriado, con fiebre de 39.4 grados centígrados (103 Fahrenheit), señaló la CBP.

Felipe quedó en observación durante 90 minutos, se le recetó amoxicilina e ibuprofeno, dijo la CBP, y se le dio de alta. Pero horas después se sintió mal y reingresó al hospital. Falleció poco antes de la medianoche del lunes.

Una autopsia mostró que Felipe tenía influenza, señalaron autoridades de Nuevo México el jueves por la noche, pero es necesario efectuar más exámenes antes de que pueda definirse de qué murió.

La otra niña guatemalteca, Jakelin Caal de 7 años, murió el 8 de diciembre en El Paso. Mostraba síntomas de sepsis, una serie de anormalidades de diversa índole en el cuerpo humano relacionadas con una infección, según las autoridades.

Trump afirmó el sábado que Felipe y Jakelin estaban “muy enfermos” antes de llegar a la frontera, aunque ambos pequeños aprobaron revisiones de salud iniciales efectuadas por la Patrulla Fronteriza.

Kevin McAleenan, comisionado de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés), dijo la semana pasada que, antes de este mes, ningún niño había muerto bajo custodia de la agencia en más de una década.

Exhortó el domingo a que se implemente una “solución multifacética” a la inmigración, incluida no sólo una mejor seguridad fronteriza y nuevas leyes migratorias, sino también más ayuda a los países centroamericanos de los que salen los migrantes.

Refiriéndose a la promesa estadounidense efectuada a principios de mes de destinar 5,800 millones de dólares para ayuda al desarrollo en América Central, McAleenan consideró que se trata de «un enorme paso adelante».

“Hay indicios de recuperación tanto en el frente de seguridad como en el económico en Centroamérica. Necesitamos impulsar eso y ayudar a mejorar las oportunidades para quedarse en casa”, declaró a la cadena ABC.

Afuera de la casa de los Gómez en Yalambojoch, se reunieron varias mujeres que vestían faldas de lavanda decoradas con los intrincados patrones utilizados en la ropa indígena de la región. Coloridas mantas colgaban en un tendedero sobre el terreno lodoso.

Pegados a la puerta estaban también unos dibujos que Felipe hizo en la escuela. Uno mostraba un globo azul con un hilo verde; en el otro, un caballo blanco saltaba una cerca y en el fondo brillaba un sol amarillo en un cielo anaranjado.

Entre los pobladores que lamentaban la muerte de Felipe estaba su amigo Kevin, de 7 años. Dos días antes de que Felipe se fuera, se pelearon.

“Andaban llorando porque se habían peleado”, dijo Catarina, la hermana de Felipe. “Luego mi hermanito se fue”.

Cuando Kevin llegó a buscar a su amigo éste ya no estaba. Kevin ya sabe que el niño se murió, explican sus familiares.

Tratando de contener las lágrimas, Catarina Alonzo cuenta que su hijo le hizo algunas promesas antes de irse, como que cuando fuera un adulto trabajaría para mandarle dinero. Felipe también quería comprarle un celular para que ella pudiera ver imágenes de él.

Ahora solo espera dos cosas: que le devuelvan cuanto antes el cuerpo de su hijo para poder sepultarlo, y que le permitan a su esposo quedarse en Estados Unidos porque aún tiene una deuda que pagar y otros hijos que mantener.

El consulado guatemalteco en Phoenix ha dicho que Agustín Gómez fue puesto en libertad con un permiso especial humanitario, el cual le permite estar en territorio estadounidense por ahora. Se espera que el cuerpo de Felipe sea repatriado alrededor de mediados de enero.

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