Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Se cierra el cofre de 2018 y en su inventario se lleva la vida de otros dos compañeros de la promoción 70. Va palideciendo la vieja foto tomada frente a las puertas de la capilla del Liceo. Aquella foto, en riguroso blanco y negro, empero cada vez más amarillenta, en la que en tres niveles aparecen 89 patojos de 17 años, con caras de imberbes y traviesos. Energía cruda aún no fermentada. Parece ayer, pero fue hace casi medio siglo. Se van terminando los miembros de la generación del traslape.

Una generación muy especial que tuvo lo mejor de dos mundos. El de ayer y el del futuro. Todas las sociedades evolucionan y adaptan a nuevas tecnologías; esto ha sucedido siempre –vapor, electricidad, automóviles, radio, televisión—pero el salto cuántico de la cibernética es inconmensurable y abarca todos los ámbitos. Por ello, lo especial de nuestra generación es que estuvimos inmersos en dos dimensiones tan diferentes y tan marcadas. Me explico: Cuando crecimos la curva del lejano horizonte no nos permitió percibir la marejada digital; no teníamos ni idea de lo que era el internet, las computadoras, los celulares. ¿Pero saben? Nunca nos hicieron falta. Nuestra existencia era autosuficiente. Y ahora, casi de golpe, nos ha tocado vivir otra realidad a la que nos hemos adaptado muy bien (usamos todas las tecnologías). El orden nuevo parece que siempre ha estado; no se puede concebir sin las laptops, el celular, el WhatsApp, Waze, Uber, Facebook, Netflix, Amazon, Alexa, la realidad virtual, etc.

El mundo de ayer, que nos tocó vivir, parece increíble; no se puede imaginar cómo lo hayamos vivido. Los niños de hoy nacen con un chip tecnológico y para los nacidos después del 2000 el internet es tan natural como el desayuno; los robots tan familiares como los primos.

Crecimos con lápices y plumas fuentes. Aprendimos a escribir con los dedos manchados de tinta. Usamos papel secante igual que papel carbón y corrector líquido y la clase de mecanografía era obligatoria. Algunos afortunados tenían televisión, en blanco y negro, con solo dos canales que transmitían desde las 5 de la tarde a las 11 de la noche. Las películas se ofertaban en grandes despliegues al final de los periódicos. Cada foto era valiosa, con la cámara solo disponíamos de 12 o 24 exposiciones (o 36). Los discos de acetato apenas reproducían 12 canciones. Todo tenía un toque casero: el fijador de pelo con vaselina; el engrudo para pegar; bebíamos agua de canela u horchata; jugamos “cincos” y capirucho.

No había otra forma de comunicarnos con los seres queridos en el extranjero que las cartas o postales; radiogramas o, excepcionalmente, costosas llamadas de “larga distancia”. Las líneas telefónicas duplicaban el valor de los inmuebles. Las enciclopedias eran las fuentes del conocimiento.

Despido así a Guillermo Secaira (Pupo) y Oscar Luna que se adelantaron en este 2018 y se reúnen con (usábamos apellidos) Avilés, Luján, Vargas, Marroquín, Vargas, Contenti, Ramos, Pérez, Chinchilla, Jiménez. Pronto nos reuniremos en otra foto.

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