El pasado día 20 de noviembre celebramos el Día Universal de la Infancia. Fue este el día en el que la Asamblea General de la ONU aprobaba en el año 1959 la Declaración de los Derechos del Niño. Hemos necesitado muchas décadas para dejar de reconocer a niñas y niños únicamente como sujetos pasivos de derechos sino como sujetos legales independientes. La infancia ha dejado de ser considerada, al menos normativamente, como un estadio anterior a la plena ciudadanía sino que se le reconocen sus derechos civiles y políticos, con voz incluso en la toma de decisiones políticas, y por supuesto, los derechos sociales.
Esta aproximación a la infancia, no desde el asistencialismo sino desde una noción inclusiva de ciudadanía, podríamos decir que se ha incorporado definitivamente en la agenda política de todas las sociedades democráticas. Existe un consenso discursivo con pocas fisuras que comprende que la importancia de atender desde políticas públicas adecuadas las necesidades de los más pequeños revierte no sólo en su bienestar presente sino, de manera crucial en sus opciones de participar activamente de esa ciudadanía cívica, política y social.
En nuestro país, la centralidad política y social que ha adquirido la infancia ha venido marcada por el fenomenal incremento de pobreza infantil que nos ha dejado la última década: con un índice del 28.3%, España cuenta con la tercera tasa más alta de toda Europa, sólo por debajo de Rumania y Bulgaria. Las razones son ya bien conocidas: las familias de rentas más bajas con menores a cargo ha sido un grupo particularmente expuesto a la pérdida de empleo o condiciones de subempleo. Sabemos, además que el sistema de protección social, y la política fiscal tienen una capacidad muy limitada para incidir en la ocurrencia de ese riesgo social y que en la medida que no se introduzcan mecanismos redistributivos efectivos y específicos para las familias de bajos ingresos con menores a cargo, y mientras no mejore su posición en el mercado laboral, se corre el riesgo de dejar un grave problema sin resolver que además de vulnerar los derechos de la infancia más frágil, se coartan también sus oportunidades a lo largo de su desarrollo vital.
La creación de un Alto Comisionado de lucha contra la pobreza infantil que no depende de un ministerio concreto sino directamente de la Presidencia enfatizando su carácter transversal y la proposición no de ley para un Pacto de Estado por la infancia recientemente impulsado por las organizaciones que integran la Plataforma de Infancia y aprobado por todos los grupos parlamentarios excepto el Partido Popular, son dos buenas muestras de que algo se empieza a mover. Pero esto no es más que el principio del camino. Un camino en el que además de voluntad política y acierto en el diagnóstico es necesario un amplio margen de maniobra tanto en la capacidad financiera como en el diseño de los instrumentos. No acabamos de reconocer que la emergencia de nuevas problemáticas sociales nos obliga a replantear viejos instrumentos que tienen una cada vez más limitada capacidad redistributiva. Entre los distintos negociados que integran lo que conocemos como Estado de Bienestar coexisten discursos que son en la forma y en el fondo antagónicos. Queda pendiente una seria conversación.