Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

El jueves de la semana pasada una distinguida profesional y apreciada amiga compartió en una de sus redes sociales la fotografía de un niño que, horas antes, había sido golpeado por robar comida en un mercado de Huehuetenango. Según se leía en el texto que acompañaba la foto, el niño había salido de su casa muy temprano y no había comido nada en todo el día. El suceso se viralizó rápidamente en medios y redes sociales provocando opiniones y comentarios de todo tipo que ponían en qué pensar. La imagen de aquel niño, que seguramente aún no ha tenido tiempo de darse cuenta de que lo es, no dejaba de resultar conmovedora. Y más cuando se leía el breve texto que la acompañaba en donde se indicaba que el menor había sido vapuleado por personas adultas identificadas como «patrulleros de la terminal», quienes, acusándolo de ladrón, procedieron a golpearlo en lugar de buscar algún tipo de ayuda de autoridad competente, puesto que en el incidente, evidentemente, había (hay) diversos elementos que es necesario analizar y considerar más allá del acto en sí. «Tenía hambre y en mi casa no hay ni tortillas con sal», dijo el niño en su defensa, envuelto en unas lágrimas amargas, negras y sintomáticas que solamente pueden experimentarse en esa realidad de la otra Guatemala que a veces se nos olvida que existe (o que tratamos de invisibilizar porque así es mejor quizá; quién sabe). Ese mismo día leí, en un periódico, un breve artículo que aunque aparentemente es de distinta índole, guarda cierta relación con el suceso en cuestión (juzgue usted). El artículo, que también se difundió profusamente, denunciaba los abusivos gastos que un honorable diputado al Congreso de la República ha realizado a cuenta de una caja chica que tiene a su disposición en el Legislativo, caja chica que, dicho sea de paso, se nutre con dinero de un pueblo cuya gente tiene, en un considerable porcentaje, altos y preocupantes índices de desnutrición, de falta de acceso a salud y educación, y a una serie de servicios básicos que quizá sería ocioso mencionar. Pero valga decir al respecto que, la posibilidad de que personas como el citado niño puedan tener en su mesa un plato como los que pagan muchos funcionarios y servidores públicos con dinero de esas cajas chicas que nada les cuesta, es sencillamente impensable. En la lista de las facturas pagadas que el artículo mencionaba, se incluían pagos por parqueos, comidas y gastos varios. Y justo es decir, en tal sentido, que todos tenemos el derecho de comer, comprar, parquear o regalar lo que hemos ganado si ese es nuestro deseo, pero el dinero público…, el dinero público es otro asunto; ese debe considerarse sagrado, y así deben entenderlo quienes manejan fondos del Estado les guste o no, sobre todo, cuando ven que un niño es golpeado brutalmente en el interior del país por querer saciar su hambre, más allá de los supuestos jurídicos que actos como el citado desnuden.

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