Claudia Escobar

claudiaescobarm@alumni.harvard.edu

Es juez guatemalteca, reconocida internacionalmente por su labor en contra de la corrupción. Recibió el reconocimiento “Democracy Award”. Escobar ha sido fellowen la Universidad de Harvard y Georgetown University.  Doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona; Abogada por la Universidad Francisco Marroquín. También tiene estudios en ciencias políticas de Louisiana State University

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Claudia Escobar. PhD.
claudiaescobarm@alumni.harvard.edu

Mi papá, quien por en estos días hubiera cumplido 80 años, fue hombre de una profunda sabiduría y enorme sensibilidad humana. Sus hijas tuvimos siempre la certeza que nos amaba; estábamos conscientes que era un ser extraordinario. Cuando lo diagnosticaron de cáncer sentimos que nuestro mundo se derrumbaba, hubiéramos querido tenerlo siempre a nuestro lado. Una de mis hermanas se lo manifestó en una carta y él respondió lo siguiente:

Me conmueven enormemente los conceptos que tú me adjudicas, quiero a mis hijas y esposa profundamente, pero prefiero que me vean como un ser humano objetivo, sentimental si, pero con múltiples defectos y falencias. Quisiera ser como tú me idealizas y estar siempre acompañándolas, protegiéndolas, los humanos somos mortales y no sabemos cuándo nos despediremos, lo seguro es que el momento llegará. Deberá ser como yo digo: aceptar lo que no podemos cambiar.

Ha pasado más de un año de su partida y llegó el momento de vaciar la casa paterna. Así que las cuatro hermanas nos reunimos para almorzar -por última vez- en el lugar que fue nuestro hogar. Buscando el mantel, encontramos las servilletas de tela bordadas a mano con flores color pastel, a las que mi madre con un fino hilo verde identificó con nuestros nombres: Claudia, Cristina, Paola y Lucía. Nos sentamos a la mesa y cada una se ubicó en el mismo puesto que ocupaba de niña; así empezamos la ceremonia de pasar a otra etapa de nuestra vida.

Hemos tenido que disponer de cosas materiales, que han estado en nuestra familia por generaciones, sin mayor valor económico tiene un enorme valor sentimental. Cada rincón nos recuerda un pasado que no volverá. El ropero de tres cuerpos de mi abuela materna me transporta a los días cuando ella lo abría para enseñarnos fotos viejas o para repartir caramelos entre sus -más de 30- nietos.

Quizás porque me vi obligada a irme lejos, quisiera poder conservarlo todo: El viejo canapé que, según decía la abuela, era donde su padre se sentaba a leer las novelas clásicas y a recitar en voz alta los versos de Juan de Dios Pesa, de Rubén Darío, de los grandes poetas de su tiempo; la máquina de coser de mi abuela paterna, que aún conserva en las gavetas los hilos de colores que ella usaba para elaborar sus vestuario; los libros, sobre todo los libros anotados con las observaciones de mi madre.

¿Cómo deshacerme de la colección de Proust, si acompañé a mi madre al pequeño pueblo francés del famoso escritor, para probar las petite madeleine? ¿Tengo que renunciar a las novelas históricas o dejar las novelas negras que mi papa leía de un tirón? La biblioteca, es para mí, el corazón de esa casa, por eso fue el último ambiente en transformarse.

Ya los cuartos están vacíos, los pisos un poco sucios. Soy consciente que la herencia que recibí no está en las paredes, ni en cosas materiales, sino en el amor de mis padres que me acompaña dondequiera que vaya Salgo por la puerta y no puedo evitar derramar unas lágrimas … ¡de agradecimiento por tanto bien recibido!

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