Mario Alberto Carrera
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El martirio lacerante de Guatemala es un viejo dolor secular. Un suplicio que comenzó, acaso, hace 500 años y que desde mi “pesimista” enfoque –es decir, desde mi objetiva manera de ver– no tiene, no parece asumir, un desenlace prometedor en estos días de oscuro terror estatal y CIACS.
El dolor de Guatemala es insondable en su miseria de emigrantes. Tan insondable como la avaricia y la gula en el rostro de los esperpénticos fantasmas del dinero. El dolor de Guatemala no acabará con la “cultura” ni con el alfabeto que, con demagogia se promete, acabará sólo cuando se rebelen los migrantes en su tierra, los lastimados, los quejumbrosos sin voz y con un interminable ¡ay!, en la boca.
Leo en una crítica novísima –contra Ortega y Gasset– en Cuadernos Americanos, que el comentado filósofo nunca vio el dolor de España como debió enfocarlo. Y no se trata –en esa crítica sólo de perspectivismo– se trata de emplazamiento social. El piso, la casa de campo, la cátedra y el diario de la familia Ortega, estaban encumbrados a muchísima altura. Él sólo podía ver las cimas, las elegantes cimas aristocráticas de “su” Madrid (aunque de vez en vez las señalara y las azotara como cuando pone en solfa a los “señoritos satisfechos”) pero desde tan alto, las chabolas o sea las covachas madrileñas de Pío Baroja –en “La Busca”– quedan escondidas, solapadas entre las exigencias de “su” filosofía de alto aliento alemán y metafísico. Leo en esta áspera y ácida crítica, que Ortega exigía –para las muchedumbres de “La rebelión de las masas”– escuelas, “cultura”, criterios y juicios elevados, cuando lo que necesitaban ¡urgentemente!, como nuestros emigrantes a EE.UU., era de pan, vivienda digna y salud pública. Lo demás es lo de menos, cuando se está en la indigencia total.
Y tras leer tan severa crítica a Ortega (que gratuitamente me arrogo) me pregunto si, ante el dolor de Guatemala, no estaremos (algunos intelectuales refinados) asumiendo también un sueño aburguesado similar al del autor de “El tema de nuestro tiempo”, ¿no estaremos contemplando con unos lentes ahumados de filosofía idealista, la realidad/realista nacional cuajada de hambrientos que emigran? Porque bajémonos de la Cathedra y reconozcamos que la realidad del país sólo la conocen –en el fondo de la Guatemala profunda– los amenazados y torturados por los CIACS, los desaparecidos y los famélicos de los campos secos que acaso nos siguen los pasos y se ríen de nuestras académicas y universitarias torres de marfil (como las de Ortega) y cuyos ojos –los de la masa orteguiana–¡permanentemente abiertos como “Los ojos de los enterados”!, reclaman justicia inmediata y ejecución extrajudicial contra los que se cubren de impunidad en la porquería del antejuicio.
El mal de Ortega –al que tanto he admirado por otras razones y circunstancias– está en ver con lentes –que no debemos– porque oscurecen y obnubilan la realidad. La realidad –hay que concederlo y entenderlo– es múltiple: multidimensional y estereoscópica.
El dolor de la herida rural, de donde parten las caravanas de emigrantes, es colosal e inenarrable y por lo tanto incomprensible si no somos parte de su percepción del mundo: de su cosmovisión desgarrada. Meternos en sus cavernas –y en su dolor– es nuestro deber si, alguna vez, pretendemos dirigirlos hacia la esperanza. La Guatemala profunda es nuestra asignatura pendiente, señores licenciados, señores doctores, de la Usac a la Marroquín.