Eduardo Blandón
«No me puedo quedar sentado y mirar cómo mi gente es masacrada», escribió Robert Bowers, el autor de la matanza en la sinagoga de Pittsburgh, seis minutos antes del tiroteo en el día del Sabbat. «Me da igual lo que os pueda parecer. Voy a ir dentro», agregó. Son las declaraciones del supremacista blanco registradas en las redes sociales.
Lo de Bowers es una muestra de cómo se usan los espacios virtuales para sembrar odio y diseminar ideas violentas contra los que se consideran enemigos. Las redes sociales se han convertido en lugares que concentran todo tipo de iniciativas y expresiones desde las más benévolas hasta las más malignas que se puedan concebir.
Por ello no es extraño que el autor de la carnicería del sábado reciente (murieron 11 personas), con desparpajo y sin que nadie se lo impidiera, declarara que los «judíos son hijos de Satán». No hubo una sola voz de alerta ni sistemas de vigilancia que se anticipara a la desgracia para salvar a los religiosos en esa casa de oración.
Esa permisividad en las redes no tiene límites. Logan Paul, por ejemplo, un conocido bloguero estadounidense, escandalizó en su momento a la opinión pública al registrar en YouTube el cadáver de un hombre ahorcado en un árbol, producto de su incursión por un bosque de Japón donde algunas personas suelen esconderse (al parecer aún hoy) para poner fin a su vida.
Y aunque las voces que reclaman la falta de moderación son cada vez más fuertes, los resultados aún no están a la vista. Por esa razón, países como Alemania, Francia e Italia presionan más para regular el contenido que se publica en Internet. Un ejemplo de ello es la iniciativa emprendida por Macron para supervisar no solo las noticias falsas, sino cualquier mensaje de odio.
Alemania, por su parte, tiene la ley llamada Netzwerkdurchsetzungsgesetz, que exige eliminar rápidamente las fake news y contenidos raciales. De no hacerlo en un plazo de 24 horas a partir del momento en el que se les informa del contenido considerado ilegal, las plataformas pueden ser multadas por hasta 50 millones de euros.
No se trata de controlar las redes, como advierte Manuel Castells, sino de trazar límites mínimos para evitar el tipo de tragedia referida. Si los algoritmos hubieran funcionado, se habría evitado que el energúmeno de Pittsburgh entrara a la sinagoga al grito de “todos los judíos deben morir» antes de abrir fuego. Algo se debe hacer y creo que no se están dando los pasos suficientes para ello.