Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
La reforma aprobada ayer al financiamiento electoral ilícito da luz verde para que siga la fiesta y Guatemala siga siendo el país de la pistocracia, en donde los mandatarios tienen que cumplir a sus principales mandantes que son los que ponen el dinero para financiar la actividad electoral y, de paso, para que los candidatos se vuelvan millonarios desde que están en plena campaña. Atrás quedaron aquellos sueños de crear una verdadera democracia en la que se pudiera establecer control sobre los aportes para evitar que sean el instrumento mediante el cual se compra la voluntad de los llamados “dirigentes” políticos del país.
Y la reforma se suma a una trampa maliciosa que ya había quedado en la primera parte de la ley, la que habla de aportes que provengan del dinero del narcotráfico, el crimen organizado o cualquier actividad ilícita, puesto que con relación a ese dinero sucio únicamente se puede castigar cuando se reciba o entregue la plata “a sabiendas” del origen criminal de los recursos. La única forma de que eso pueda ocurrir es si el donante ya fue condenado en sentencia firme, puesto que de lo contrario probar que el hecho fue cometido “a sabiendas” es prácticamente imposible.
En otras palabras, volvemos a los tiempos de “viva la pepa” cuando corrían chorros de dinero de todo tipo para financiar la actividad de los políticos, de sus partidos y hasta la compra de bienes lujosos como se demostró que hicieron los candidatos del PP desde antes de llegar al poder.
El dinero de la corrupción se puede reciclar eternamente porque ahora la legislación despenaliza ese tipo de aportes y ya sabemos que si históricamente el país ha tenido dueños, ahora pueden ejecutar su señorío con absoluta calma y tranquilidad porque no hay forma de que se pueda pensar siquiera en que están cometiendo algo ilícito, ya que por decreto, se ha convertido el financiamiento en ese tipo de “aporte cívico” como cínicamente fue bautizado el hecho de bañar en pisto a los que aspiran a ocupar los puestos públicos desde los que se pueden otorgar, consagrar o incrementar los privilegios de aquellos que tienen desde siempre la sartén por el mango.
Aunque con muy poca autoridad moral para hablar del tema, hay que reconocer la certeza de la afirmación de Jorge Serrano en el sentido de que en nuestro país la Guayaba tiene dueño porque, en efecto, esa dulce Guayaba que es la Presidencia se gana no mediante el mejor compromiso con los ciudadanos sino gracias a los compromisos que se hacen con aquellos que se dedican a financiar las campañas para comprar los privilegios señalados.
O sea que la parranda está servida y garantizada para los que saben cómo se mueve la melcocha en nuestro ambiente político y disponen de los recursos suficientes para llegarle al precio a los que se postulan como candidatos y todo ello ocurre ante la indiferencia de un pueblo que, con esa pasividad, está labrando su propia estaca, porque ahora sí, a sabiendas, estamos renunciando a la soberanía del pueblo para consolidar la soberanía del pisto.