Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Adrián Zapata
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Los sectores conservadores, particularmente aquellos cuyos intereses y acciones confluyeron durante la contrainsurgencia para enfrentar la “amenaza comunista”, siempre han sido leales subordinados de los Estados Unidos. La oligarquía guatemalteca fue socia de la invasión organizada por la CIA para derrocar al gobierno de Árbenz. La cúpula militar de esa época traicionó su compromiso con la patria invadida y se alió con el imperio invasor.

Posteriormente, cuando la insurgencia puso en jaque al Estado, nuevamente la oligarquía guatemalteca, en alianza con el imperio, instrumentalizaron al Ejército para librar la lucha contrainsurgente, inspirada en el dogma anticomunista con el cual se les construyó la conciencia exterminadora de las fuerzas subversivas y de sus bases civiles de apoyo.

A lo largo de todo ese calvario, los sectores progresistas, no digamos los revolucionarios, fueron profundamente antiimperialistas.

Pero los tiempos pasaron, el mundo se recompuso, en términos geopolíticos y la “amenaza comunista” desapareció de la faz de la tierra.

Surgió un mundo unipolar, con la hegemonía norteamericana, rápidamente retado por el avance chino, como nueva potencia económica mundial.

Es en ese contexto mundial que debe analizarse la situación centroamericana, definida por la administración estadounidense como una de sus principales prioridades, definición que se basa en la disfuncionalidad que representa para sus intereses geopolíticos la existencia de Estados como el guatemalteco, cooptados por poderes criminales, entre ellos el narcotráfico o como Nicaragua con el gobierno de Daniel Ortega, veleidoso y coqueto con los adversarios de la política imperial (Irán y China, por ejemplo) e incapacitado de mantener la estabilidad política en su país. De igual manera, el apoyo a la continuidad del presidente Juan Orlando Hernández en Honduras tampoco estuvo exenta de conflictividad social y política. Mientras que en El Salvador la violencia corroe las cuerdas de la estabilidad, sin que exista una opción de confianza para el imperio, como lo fue anteriormente el partido ARENA.

Sin tomar en cuenta ese contexto, no se puede explicar el pragmático ajuste que ha hecho la Administración Trump a su política hacia Guatemala, aunque patalee uno que otro personaje demócrata.

Es así como los súbditos se acongojan. Los progres resienten que el Embajador Arreaga no haya continuado el romance que iniciaron con Todd Robinson. Seguramente ya empiezan a despertar de su idilio coyuntural con el imperio.

Los sectores conservadores, particularmente aquellos que tienen como denominador común resistir la lucha contra la corrupción y la impunidad, se mueven con esquizofrénica orientación. Por una parte se alinean dócilmente a la política exterior norteamericana (la Embajada en Jerusalén, por ejemplo) y buscan cobijo en el sobaco de Trump y, por la otra, se convierten en los adalides de la defensa de la soberanía nacional.

Ahora, con la renuncia de Nikki Haley como embajadora de Estados Unidos en la ONU, unos y otros viven la angustia de los súbditos por saber si con este hecho se fortalecen o debilitan sus alianzas imperiales. ¡Pobre Guatemala!

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