José Bonilla

4 de octubre, día de San Francisco de Asís. Su Santidad se debe a su capacidad de amar a Jesús. Su corta vida le permitió experimentar y vivir en carne propia la miseria del mundo egoísta y avaro, las bondades de la misericordia, la profundidad de las enseñanzas de Jesús, pero sobre todo encontró el camino de la verdad de la forma que Jesús mismo lo mostró y así llegó a comprender las maravillas de la creación y la belleza de la vida.

Su vida se desarrolla en tiempos feudales. Las ciudades se protegen atrás de murallas, muchas en lo alto de una colina, para hacer más difícil ser conquistados. Assisi y Perugia, dos ciudades que distan 24 kilómetros entre sí, vecinas, hermanas si hubiesen querido. Cada feudo colecta impuestos y gobierna con un soberano, pero la guerra es siempre atractiva porque se conquistan botines, presos que fungen como esclavos y nuevos impuestos que engrosan la riqueza de los soberanos. Francisco cayó preso en una guerra estúpida entre Assisi y Perugia y aquí fue su despertar de una vida de sueños de caballeros a una vida de pescadores de hombres guiados por Jesús.

El mundo ha cambiado mucho desde hace ocho siglos que vivió San Francisco, sin embargo, las murallas siguen apareciendo por doquier, el énfasis en recaudar impuestos para gobernar y pretender con ello mejorar la calidad de vida es igual o peor. San Francisco y el dinero no se llevaban bien. San Francisco incentivaba a sus hermanos a mendigar el pan, pero no recibir dinero. No es con dinero que se edifican las bondades de los hijos de Dios ni siquiera los cambios dramáticos y significativos pueden darse a causa del dinero. No hablamos de reconstruir una ciudad, una sociedad, un barrio, una nación; hablamos de reconstruir un mundo que sigue promoviendo la guerra, la desigualdad, la avaricia, la desconfianza, la explotación, la destrucción de la creación a cambio de enriquecerse y fortalecerse para dominar y gobernar con la prepotencia, el temor, la amenaza y la marginalidad a los demás.

San Francisco partió de cero. El sayal con el que salió de su casa y de su pueblo no era ni siquiera de él, se lo habían dado para cubrir su desnudez. San Francisco se puede decir, se presentó desnudo en cuerpo y alma ante Jesús y supo fiarse hasta el extremo de su sobrevivencia con la fe de que Dios es verdad, Dios es amor y de la mano de Dios nada hay que temer. Su profunda meditación de la Palabra, su oración y su abandono en Jesús, al grado de sentirse vacío sin Él, le permitió escuchar la voz que le pedía reconstruir su Iglesia.

Para reconstruir su iglesia debía emprender el recorrido de Jesús que igualmente comenzó su vida pública, con una edad similar a la de Francisco, como un casi completo desconocido, sin un peso en la bolsa, pero con un mandato fiel a su Padre Dios, que debía cumplir en lo que se le permitiera habitar la tierra de los hombres. Fue así como entendió Francisco que su voz y su obra inspirada por el espíritu del Señor debían trabajar desde los cimientos donde la fragilidad humana permite creer, permite soñar, permite agradecer con sinceridad, gusta de aprender, tiene sueños no de grandezas sino de paz y apaciguar los yugos que los oprimen. Ahí, entre los pobres, entre los frágiles del mundo, Francisco emprendería su aprendizaje y su comprensión fiel del evangelio que lo guiaría a salvar y reconstruir la Iglesia para encaminar al mundo hacia la reconstrucción del Reino de Dios.

La primera gran enseñanza para Francisco era confiar siempre en Dios, nutrir su fe con la Palabra y el servicio amoroso hacia los frágiles; promover la paz y trabajar en armonía con la creación. Se deleitaba en la oración porque sabía escuchar con el corazón. Sus angustias, sus sueños, sus temores, sus miserias, sus desilusiones, sus alegrías, sus necesidades se las dejaba a Jesús a sus pies. Si alguien supo abandonarse en Jesús fue San Francisco y ello le permitía amanecer con alegría, trabajar con tenacidad, amar sin límites y acostarse tranquilo para soñar con la vida a emprender el siguiente día.

La pobreza en aquellos tiempos era peor, quizá, que la que reina ahora. Peor porque era más generalizada. Existían enormes diferencias entre ricos y pobres en las zonas más prósperas, pero en las no tan prósperas, la situación era más homogénea, porque todos eran pobres. La pobreza es el mal mayor de toda la humanidad y la reina de las pobrezas es la guerra. Si hay algo que exterminar en este mundo con la venia del Señor es la pobreza. Nunca confundamos pobres con pobreza, porque los pobres son los que sufren la tragedia de la pobreza. Si quisiéramos reparar el mundo para que hubiera paz, alegría, esperanza, fraternidad y prosperidad tendríamos que combatir al peor mal del mundo que es la pobreza. Ahí estaría el primer gran paso, tal como lo entendió Francisco para reconstruir las sociedades, las naciones y la creación. La pobreza no tiene ideología ni nacionalidad, es igual en todas partes, los que la sufren saben describirla mejor que los que pretenden comprenderla y tratar de erradicarla con soluciones no afines a la misericordia.

Estamos llamados a trabajar por los pobres desde el suelo y la realidad misma de los pobres. San Francisco fue hasta el fondo y se unió a experimentar y sufrir su pobreza para entender a cabalidad por qué Jesús siempre tuvo a los pobres como sus favoritos. Su radicalismo en este aspecto hizo que en su corta vida comprendiera mejor qué es lo que Jesús nos pide a cada uno de nosotros, al grado que hasta el mismo Papa Inocencio III le confesara cuanto necesitaba la Iglesia de un redentor como Francisco para renovarla.

La pobreza se comienza a combatir amando a los pobres. A pesar de haber infinidad de necesidades materiales, el contacto y la convivencia cercana con los pobres son esenciales para comprender por qué la fragilidad es semilla de crecimiento espiritual y gloria para Dios. Para erradicar la pobreza es necesario comenzar amando a los pobres. Se ama a los pobres, así como se ama a la familia: aceptando todas sus malas crianzas y limitaciones con el afán de irlas transformando con ternura, dedicación, perseverancia, amistad y oración.

El corazón humano debe educarse en sabiduría evangélica para entender por qué la salvación del mundo no estriba en el crecimiento económico ni en el avance de la tecnología; sino más bien en la capacidad de amar que cada hombre logre desarrollar en el transcurso de su vida. Cuando los hombres aprenden a amar, aprenden a respetarse; a ser solidarios no permitiendo las injusticias ni los abusos ni la marginación; comprenden y aprecian los beneficios y bendiciones de la paz y se tornan soldados de la misericordia. Uno de los caminos más eficaces para educarse en el amor es aprender a amar a Jesús viviendo su evangelio y éste nos pide engrandecer la misericordia. La misericordia y la salvación están unidas y se alimentan una de la otra. Por ello, aun no conociendo a Jesús, la salvación viene por la grandeza de la misericordia. Siendo misericordiosos desciframos con mayor facilidad el código misterioso del amor. La receta para la paz, la solidaridad de los pueblos, la supremacía de la justicia y el bienestar de los pueblos radica en el grado de misericordia que los hombres cultivemos cada uno dentro de nosotros y aprendamos a compartirla trabajando en comunidades solidarias.

Una nación fuerte y sana no es la más rica, sino la más solidaria. El bienestar individual a costillas de los demás o del sostenimiento de un aparato que margina, que reprime, que trunca las oportunidades de educación, de trabajo bien remunerado y salud a los integrantes de su sociedad, tarde o temprano estallará, convulsionará. La plenitud viene del corazón. El bienestar es siempre armonía, amistad, paz, confianza, honestidad, transparencia y predominancia de los demás sobre nosotros mismos. No se nos pide ser como san Francisco, pero sí aspirar a ser santos, como dice el Papa Francisco. La misericordia y la amistad sincera con los pobres para erradicar definitivamente la pobreza son caminos rectos para la consecución de la armonía, la paz, la justicia y el bienestar de las naciones.

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