Por KATHERINE CORCORAN
MÉXICO / Agencia AP

En la pantalla de la computadora de Alberto Herrera de repente apareció un alerta. Individuos que decían pertenecer al Cartel del Golfo habían detenido unos vehículos que transportaban sustancias químicas por una región del noreste de México donde impera la anarquía. Capturaron a dos conductores de un camión escolta y exigieron que les entregasen el valioso cargamento a cambio de su libertad. Gigantescos monitores de pantalla plana mostraban la ubicación de decenas de vehículos con cargamentos codiciados por los delincuentes: jeans de diseñador, obras de arte y ejecutivos por los que se podría pedir rescate.

Las conversaciones telefónicas y el sonido de comunicaciones radiales eran típicos de una oficina policial, pero este era un centro de emergencias de International Private Security (IPS), una compañía con sede en México que ayuda a clientes de todo el mundo a hacer negocios en regiones azotadas por el crimen organizado.

En el escritorio de Herrera había una línea directa con la policía federal de México, pero tenía orden de este cliente de no usarla. El equipo negociador del cliente fue el que se encargó de gestionar la liberación de los conductores y del cargamento.

«No querían que llamásemos a la policía», comentó Herrera, de 32 años. «La gente no siempre confía en la policía».

La desconfianza en las fuerzas encargadas de mantener el orden ha hecho que las firmas de seguridad privadas sean un gran negocio en América Latina, donde la mayor parte de las fuerzas policiales son consideradas incompetentes o corruptas. En la región más peligrosa del mundo, un ejército de casi 4 millones de agentes privados genera una industria que crece a un ritmo del 9% anual y que para el 2016 podría mover 30 mil millones de dólares, según proyecciones. Más que las economías de Panamá o Uruguay.

IPS ha duplicado la cantidad de empleados en los últimos cinco años y cuenta hoy con 4 mil personas. En toda la región, la relación entre guardias privados y policías es muy superior al promedio mundial de dos por uno. En Brasil hay cuatro agentes privados por cada policía, en Guatemala cinco y en Honduras casi siete.

«El sector privado debería complementar» a la policía, sostuvo Boris Saavedra, profesor de seguridad nacional del Centro para Estudios de Defensa Hemisféricos con sede en Washington. «Pero en algunos países no son algo complementario, son el actor principal».

Si bien las organizaciones de seguridad privadas florecen en todo el mundo, en América Latina ese boom está relacionado con un aumento en las tasas de homicidios, secuestros y extorsiones. Azotada por los carteles de las drogas y por violentas pandillas, América Latina desplazó a África como la región con la tasa de asesinatos más alta del mundo.

Los guardias privados son parte de la vida diaria en las ciudades de América Latina. Con sus rifles y sus chalecos a prueba de balas, custodian panaderías y hasta la distribución de colchones, gaseosas y embutidos. Emplean audífonos y esconden sus pistolas debajo de sus trajes oscuros mientras acompañan los hijos de los ejecutivos a la escuela.

Pero no son la solución para la delincuencia desenfrenada. Ofrecen protección a los ricos y a sectores de la clase media, dejando librada a su suerte a la mayoría pobre de la población en una región con la peor disparidad de ingresos del mundo, de acuerdo con el experto en ciencias políticas Rafael Fernández de Castro, coordinador del equipo que produjo el informe del año pasado de las Naciones Unidas sobre la seguridad en América Latina.

Los pobres se las arreglan como pueden: forman organizaciones comunales de vigilancia o le pagan a los maleantes para que no los molesten. «Hay mucha desconfianza en la gente, actúan en forma independiente», declaró Fernández de Castro. «Eso genera un terreno fértil para el crimen organizado».

Los traficantes de drogas imponen el terror y a menudo compran a la policía para que trabaje para ellos. Policías de Guerrero, en el sudoeste del país, han sido acusados de entregar 43 estudiantes a una banda de traficantes de drogas que, según las autoridades, los mataron en septiembre.

Crímenes como ese contribuyen al estado de temor. Las colinas y desiertos de la zona rural de México son sitios donde van a parar los cadáveres quemados y mutilados de las víctimas de los narcos. En un suburbio de clase media de Buenos Aires, Jorge Kiss dice que fue secuestrado y robado tres veces en su casa a pesar de que su vecindario tiene un guardia privado.

La inseguridad es tan prevaleciente que el 13% de los latinoamericanos, casi 75 millones de personas, siente la necesidad de mudarse para escaparle a la delincuencia, según las Naciones Unidas. El temor a las pandillas es una de las principales razones por las que miles de centroamericanos, incluidos menores no acompañados, tratan de llegar a Estados Unidos.

La falta de fe en la justicia oficial a veces hace que las víctimas tomen la justicia en sus propias manos. Hace varias semanas, algunos individuos trataron de robarle sus pertenencias a un hombre en un atestado autobús de la Ciudad de México. Pero fueron ahuyentados por un pasajero que les disparó con una pistola. Todos escaparon menos dos, uno que fue alcanzado por un disparo y murió en el mismo bus y otro que falleció tras haber huido.

En tiempos recientes se han registrado linchamientos en sitios donde jamás se había escuchado de ese tipo de episodios, incluida Argentina. En el centro de Guatemala, una turba mató a golpes a Alfonso Cu tras acusarlo de haber abusado de un niño de tres años en un baño público.

«Eso crea un vacío en la identidad del ciudadano, un sentimiento de estar desvalido ante tanta violencia, y ahí se dispara el instinto y no la razón», expresó el psicólogo guatemalteco Marco Antonio Garavito.

La inoperancia de la policía obedece en parte a la historia de la región. Los agentes generalmente protegen a gobiernos, no a las personas. A medida que se impone la democracias, muchos departamentos de policía no cambian de proceder, aunque hay excepciones como las de Chile, Uruguay y Nicaragua.

Una reforma verdadera de las fuerzas públicas requeriría un cambio de filosofía y de capacitación a largo plazo, y los efectos no se varían por generaciones. Es así que los políticos optan por soluciones rápidas, que pueden tener impacto en el electorado: más gastos en equipo y patrulleros, comentó Gerardo de Lago, director de seguridad de las Laureate International Universities.

Esas actitudes no hacen nada por librar a los departamentos policiales de manzanas podridas. «Permanecen los mismos bandidos, con uniformes nuevos», afirmó de Lago.

La proliferación de guardias de seguridad privados, por otro lado, puede tener resultados imprevisibles. Se trata de una industria que surgió tan de repente que todavía no está debidamente regulada. Y quienes contratan sus servicios no saben exactamente qué están contratando.

La calidad de estas fuerzas varía. Algunos agentes han sido entrenados por ex comandos israelíes y cobran sueldos típicos de la clase media por proteger ejecutivos de grandes empresas. Otros se las arreglan con menos. Un policía hondureño jubilado de 56 años dijo que le dieron un machete para que vigilase una clínica y ganaba 190 dólares al mes.

En general, sin embargo, los guardias de seguridad privados de América Latina son los que tienen más armas en el mundo, diez veces más que los de Europa Occidental, según un estudio del 2011 del Instituto de Graduados de Ginebra.

«Guardias privados mal entrenados y que portan pistolas hacen que los tiroteos resulten más peligrosos para los transeúnte inocentes», afirmó el Departamento de Estado estadounidense el año pasado en un informe para el Buró de Seguridad Diplomática.

La mayoría de estas agencias de seguridad privadas de la región no tienen licencias formales, por lo que no hay estadísticas confiables sobre la cantidad de muertes y demás delitos en los que se ven envueltos.

En Buenos Aires apenas 150 de 15 mil guardias de locales nocturnos completaron cursos básicos para esa actividad, de acuerdo con el Centro Regional para la Paz, el Desarme y el Desarrollo de América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas. En Costa Rica el 20% de las empresas de seguridad privadas fueron investigadas en el 2012 por distintas infracciones, incluida la de obstruir el trabajo de la policía y por abusos en general.

En Venezuela, Julio Delgado, quien ayudó a formar una asociación de guardias de seguridad privados, calcula que el 25% de sus colegas ha cometido delitos violentos en sus horas libres.

Los custodios de un legislador venezolano fueron acusados de complotar con paramilitares colombianos para matar al congresista en octubre. Las autoridades brasileñas dijeron este mes que un guardia privado de 26 años confesó haber matado a 39 personas, muchas de ellas al disparar indiscriminadamente desde su motocicleta por diversión.

En México, el director de Elite Systems, firma de Guadalajara que ofrece protección y servicios de alarma, Arnoldo Villa Sánchez, fue acusado por el gobierno estadounidense de ser el jefe de seguridad del cartel encabezado por Héctor Beltrán Leyva antes del arresto del capo en octubre. Se sospecha asimismo que Elite Systems, que empleaba 150 personas, habría lavado dinero del narcotráfico.

Los propios expertos en seguridad corren peligro. Un guardia de un barrio fue el principal sospechoso en un robo ocurrido en el 2011 en la casa de Bogotá de Daniel Linsker, encargado de las operaciones en América Latina de la firma de seguridad Control Risks.

«Incluso cuando tienes guardias en los edificios y tomas precauciones, pueden pasarte cosas», afirmó Linsker.

IPS es una de las firmas que investigan los antecedentes de potenciales empleados, incluido el uso de detectores de mentira, cuando se tiene noticias de ingresos inesperados, de acuerdo con su director general Armando Zúñiga. Su personal está registrado en un banco de datos de la policía nacional y la compañía tiene la licencia correspondiente para operar. En un esfuerzo por contar con una fuerza inmaculada, cuando busca personal IPS aclara que no quiere ex policías ni militares desertores.

Quienes no tienen recursos para contratar sus propias fuerzas de seguridad hacen lo que pueden para evitar correr riesgos e incluso le pagan a los grupos que los amenazan.

En El Salvador, Guatemala y Honduras, pandillas nacidas en las prisiones de Estados Unidos en las décadas de 1970 y 1980 gobiernan numerosos barrios. Sus filas se renuevan con elementos locales y la llegada constante de nuevos deportados por Estados Unidos y las bandas asesinan, violan, roban y extorsionan a comerciantes a cambio de protección.

«Ellos son la ley», afirmó Josefa Martínez, cuyo barrio al norte de San Salvador es controlado por la Mara Salvatrucha. «Si puedes, dales un poquito a los pandilleros y no te van a molestar. Aquí casi todos les dan dinero, esa es la verdad… Tenemos que aprender a vivir así».

En Guatemala hay barrios de clase media que parecen prisiones, rodeados por muros altos, alambres de púas y garitas con puertas de hierro. En una garita que bloquea lo que se supone es una calle pública, un cartel promueve clases de aeróbicos y Zumba junto a otro que advierte que todo autobús y servicio de entregas a domicilio será revisado.

«Hoy nadie está seguro», declaró Raúl Perdomo, ejecutivo bancario de 44 años que vive en un barrio amurallado en las afueras de San Salvador. «Vivo en una residencial (colonia o barrio) privada, hay vigilantes (seguridad privada) en la entrada. Es un lugar tranquilo, pero afuera es diferente».


Rondas Urbanas, una justicia alternativa en Perú

Por FRANK BAJAK
CAJAMARCA / Agencia AP

Los ronderos urbanos acorralaron a un hombre panzón, de baja estatura, en un mercado al aire libre de Cajamarca y lo llevaron a la entrada. Dijeron que era un ratero.

Obligaron al hombre, de 42 años, a que vaciara sus bolsillos, se sacase los zapatos, se tirase al suelo e hiciese flexiones. El rostro del detenido reflejaba terror ya desde mucho antes de que sintiese el primer latigazo. Pegó un grito, se puso de pie de un salto e imploró misericordia, asegurando que era inocente.

Los hombres y mujeres que lo rodeaban, quienes lucían chalecos que los identificaban como integrantes de patrullas ciudadanas y blandían látigos hechos con penes de toro retorcidos, no le creyeron. Tras recibir una docena de latigazos, confesó y le pagó el equivalente a 60 dólares a la mujer cuyo teléfono celular se había robado. Se bañó y lo dejaron ir.

«Así manejamos a este tipo de ratero», declaró el líder de la patrulla, Fernando Chuquilín, quien dio el último latigazo.

Con excepción de los delitos más graves, así se imparte justicia en esta capital provinciana de los Andes donde viven 200 mil personas: rápidamente, con dureza y con dolor. Y no es el estado quien la otorga.

Ante la ineficiencia del sistema judicial han surgido bandas de ciudadanos llamados «ronderos» que asumen las funciones de policías, fiscales y jueces. Su existencia es una de las formas en que se hace frente a la ineptitud de la policía para ofrecer la protección más básica.

«Si la policía hiciera bien su trabajo no habría necesidad para nosotros», dijo Chuquilín, cuyo grupo goza de gran aceptación en Cajamarca.

Con 112 mil agentes, la policía de Perú es proporcionalmente un poco más grande que la del resto del continente, pero los policías peruanos pasan casi la mitad de su tiempo trabajando como guardias privados para complementar sus ingresos de unos 650 dólares mensuales.

La prensa peruana informa a diario de policías que venden drogas y colaboran con bandas delictivas. En una encuesta del año pasado los agentes quedaron por poco detrás del Congreso en la lista de las instituciones más corruptas del país. El sistema judicial figuró tercero.

De todos modos, las incursiones periódicas en burdeles que terminan con azotes han generado para Chuquilín y su gente cuestionamientos por defensores de los derechos humanos. Periodistas televisivos limeños tienden a presentarlos como una fuerza al estilo del Talibán que imponen su moral.

A nivel local poca gente se queja. Jefes policiales, jueces y fiscales reconocen la popularidad de Chuquilín y no interfieren.

Hombre robusto, de sonrisa fácil y cuyo teléfono celular timbra constantemente, Chuquilín es el líder más popular de una treintena de «rondas urbanas».

La gente visita diariamente su local, acudiendo a órdenes de comparecencia. No hay caso insignificante. Los acusados no se atreven a ignorar la solicitud de presentarse y la sala suele estar colmada de gente.

Le saca el máximo jugo a estas sesiones mostrando videos de YouTube en los que se puede ver a su grupo azotando gente en público.

Chuquilín, de 50 años, resuelve también casos que las autoridades consideran de menor importancia, incluidas disputas monetarias, peleas familiares e infidelidades de los esposos. (Los esposos adúlteros generalmente reciben un azote y se les ordena ser fieles).

Si se ha cometido un delito de cierta gravedad, entregan al transgresor a la policía. El castigo más fuerte que imponen, aseguran, es el destierro.

La fiscal local Esperanza León dijo que las rondas son ilegales y que tratan de crear un sistema judicial paralelo.

«Si eso se deja seguir, va a ser un caos», expresó.

Sin embargo, la fiscal a veces se ve obligada a lidiar con Chuquilín. Hace poco, por ejemplo, los ronderos desbarataron una banda de ladrones de repuestos de automóviles con la que la policía no se metía, según Chuquilín. Entregaron los sospechosos y las pruebas de sus delitos a la oficina de León.

El uso reiterado del azote, que considera un «mal necesario», sin embargo, podría costarle caro.

En diciembre del año pasado el médico Oscar Malpartida, de 26 años, se encontraba en Cutervo, una de las tres ciudades de Cajamarca con rondas urbanas, donde rendía servicios comunitarios. Se encontraba con su novia y un grupo de colegas en una discoteca cuando unos 50 ronderos los sacaron a la calle a eso de las 11 de la noche, según relató. Habían decidido que la fiesta se acababa.

Cuando se resistió a mostrarles su identificación, indicó Malpartida, le golpearon el rostro y le rompieron los anteojos.

«No cometí delito alguno», afirmó. «No hice ningún disturbio».

Los ronderos llevaron al grupo a la plaza central, hicieron que los médicos se recostasen sobre un banco y le dieron de tres a cinco azotes a cada uno.

Malpartida se negó a colaborar y le «pegaron unas diez veces con latigazos y palos», dijo. Puso fotos de su espalda golpeada en Facebook, hizo una denuncia policial y se marchó de la ciudad.

Con la denuncia no pasó nada. «Estas rondas tienen mucho poder», expresó. «Es difícil encontrar un fiscal que se quiera enfrentar a ellos».

Chuquilín afirmó que no puede responder por las acciones de otros ronderos. Agregó que hay 110 denuncias en su contra, en las que se lo acusa de agresión, secuestro y otras infracciones.

Nunca fue juzgado. Pero la policía detuvo a otros cuatro ronderos de Cajamarca, acusándolos de resistirse a la autoridad el mes pasado cuando bloquearon la entrada a una discoteca que, de acuerdo con Chuquilín, no tenía licencia y recibía a menores de edad. Un fiscal está investigando la posibilidad de procesarlos.

Los ronderos, en sus incursiones por burdeles, han dejado marcas a las prostitutas que azotaron y prendido fuego a colchones y muebles que sacaron a la calle.

La prostitución es legal en Perú, pero Chuquilín dice que la emprende solamente contra burdeles que según vecinos explotan a menores o que atraen a ladrones. Un dueño de burdeles atacado por su gente quiere enjuiciar a Chuquilín.

En una incursión reciente, ronderos de Chuquilín filmaron un video de prostitutas en la ciudad de Chota a quienes acusaron de ser menores de edad. Les hicieron cantar el himno peruano y las obligaron a azotarse mutuamente.

El principal juez de Cajamarca, Fernando Bazán, generalmente avala las rondas urbanas.

«Resulta duro decirlo, pero ese es una realidad y la población recurre a las rondas porque tiene más fácil acceso a ellos y son atendidos de manera oportuna», manifestó. «Todos los días la población recurre a ellos, todos los días nos dicen en nuestra cara que no somos capaces de resolver los problemas de seguridad».

Bazán es parte de un comité de justicia intercultural que está en contacto con los 800 miembros de las rondas urbanas y también con las «rondas campesinas», de las que surgieron las urbanas.

Las primeras rondas campesinas nacieron en la década de 1970, cuando pequeños agricultores se unieron para combatir ladrones de ganado ante la escasa presencia del estado en la zona. Fueron reconocidas en la constitución de 1993 y mantienen el orden en comunidades rurales.

Hay grupos similares en varios países latinoamericanos, incluyendo Guatemala y Bolivia, donde hay una fuerte presencia indígena.

Su autoridad moral deriva del hecho de que son comunidades pequeñas y de su capacidad de avergonzar públicamente a gente que incurre en conductas antisociales, de acuerdo con John Gitlitz, sociólogo de la Universidad Estatal de Nueva York con sede en Purchase.

«Tienes que dar la cara y pedir perdón en público», expresó. «Y tienes que comprometerte por escrito a comportarte. Se sobreentiende que tu familia va a garantizar que lo haces».

En Cajamarca la ronda rural dio nacimiento a la ronda urbana, tan fuerte que es la única de Perú que ayuda a la policía a mantener el orden en los partidos de fútbol importantes.

Tito Paucar, de 30 años y quien vende DVDs pirateados en un mercado del centro, cree en esta forma de justicia. Hace poco le robaron a punta de puñal y la policía no hizo nada.

Acudió entonces a los ronderos, quienes pidieron una descripción física del individuo. Al día siguiente atraparon al delincuente, dijo Paucar.

«Le comenzaron a buscar entre sus bolsillos del pantalón y encontraron mi billetera», relató. «Le dieron como cinco pencazos bien dados y se lo llevaron, a dónde no sé. Por eso estoy bien agradecido con las rondas».

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