Juan Jacobo Muñoz Lemus
Tarde o temprano la necesidad de algo va a alcanzarme; solo me queda estar preparado para enfrentarla, sin perder el piso.
Hace poco caminaba por la calle y tenía hambre. Pasé por un puesto de tacos, de esos que despiden un olor que alcanza a llegar, como diría mi abuela, hasta el sentido. Quise parar y comer alguno, atender la apetencia y de paso verme urbano; no es difícil que me posea el demonio del exhibicionismo. Al final no lo hice porque empecé a pensar.
Se me ocurrió pensar en el nombre del animal que había puesto la carne que ahí se cocinaba. Pero no un nombre genérico, sino el de pila; estaba seguro que en aquella plancha ardiente, yacían los restos de un perro, a lo mejor uno que algún niño extrañaba.
¿Hice bien o hice mal en no comer? En este caso no importa; pero en otros, debo zangolotear mi cabeza para resetearme y no caer en abismos de duda narcisista. Me refiero a la duda caprichosa, no hablo de la duda filosófica y científica, que son las que cualquier fe ciega rechaza.
Así me pasa, y sin importar qué, termino actuando sin cuidado, sin norma y sin razón. Mi mente tiene la capacidad de hacer que las cosas pierdan su figura y propiedades mediante alguna deformación catatímica, dependiendo del ánimo que tenga. A veces creo que gano y otras que pierdo, y con frecuencia no sé distinguir quién está mejor, entre el que ganando pierde y el que perdiendo gana.
Es evidente que todo tiene que ver con las emociones y la sobrevaloración que estas le inyectan al pensamiento, que no hace más que darles gusto. Si no me encuentro estable me comporto como un niño egocentrado que niega la realidad, busca dependencias por sentirse desprotegido y se refugia en la fantasía.
Lo de los tacos puede ser hasta chistoso, pero el mismo mecanismo aplicado a cualquier cosa puede tornarse peligroso. Como dijo el economista político Stuart Chase, “para quienes creen, ninguna prueba es necesaria y, para quienes no creen, ninguna prueba es suficiente”. Depende de las creencias que tengamos y también de lo punitivo que sea el ambiente en que vivimos, pues de todos es sabido que quien pone en duda lo que decide y ordena un inquisidor, será perseguido como hereje.
Estoy un poco cansado de la inteligencia humana despiadada. Todos queremos tener razón y llevar las cosas a nuestro gusto. Nadie es neutral, de todo queremos opinar con suficiencia. Ser neutral no significa carecer de opinión o no tener alguna acción. Es no tener una predisposición, y estar atento a la verdad.
El caso es que a veces quiero pelear, pero la realidad y alguna fuerza interior me dicen que no lo haga. No importa si soy capaz de golpear; si no debo hacerlo, trato de dejar que pase. No quiere decir que me rinda, tampoco que haya perdido, solamente significa que hay que dejar pasar y seguir adelante. Herman Hesse dijo alguna vez: “Algunos creemos que aferrarnos nos hace fuertes, pero a veces es soltarnos lo que nos fortalece”. Tal vez sea esa, una forma de la piedad.
Recuerdo al maestro que me hizo saber de la ataraxia. Solía decir que era la capacidad de ser imperturbable, y de experimentar el gozo y la felicidad pasivos y detenidos en la contemplación de la verdad natural y la vida sencilla. Un estado de ánimo y una actitud filosófica derivada del estoicismo. Se lo oí decir hace más de treinta años y sigo viviendo dificultades para entenderlo en mí. Creo que no podría transmitirlo a nadie. Uno no puede transmitir sus convicciones como tales, el proceso es algo íntimo.
Sabedor de lo anterior y de que la letra con sangre entra, me atrevo a cerrar con una frase de la psicoanalista Melanie Klein: “El equilibrio no significa evitar conflictos. Implica la fuerza para tolerar emociones dolorosas y poder manejarlas”.