Adrián Zapata
La semana pasada, en San Salvador, se inició públicamente la conformación de una plataforma política en la cual participan la ex Fiscal General, Thelma Aldana, el periodista Oscar Clemente Marroquín y la diputada Nineth Montenegro, entre otros. Quienes aparecían en la foto del evento son personas reconocidas por su honorabilidad y lucha contra la corrupción y la impunidad.
Es alentador saber que se está realizando un esfuerzo por cristalizar en una plataforma política la indignación ciudadana contra la corrupción, la cual se ha expresado de diversas maneras, como la masiva toma de las calles en el 2015, la multiplicidad de artículos de opinión, mucha actividad en las redes sociales y hasta la creación de un Frente Ciudadano Contra la Corrupción, FCCC, que tiene una amplitud social e ideológica importante.
Pero la peculiaridad que suelen tener estos fenómenos de indignación ciudadana es su transitoriedad y eventual dilución. Por eso, esta iniciativa política podría darle una trascendencia estratégica a la espontaneidad y heterogeneidad que caracteriza la movilización social referida. En México, por ejemplo, la bandera de la lucha contra la corrupción pareciera ser la principal razón del reciente triunfo electoral arrasador que tuvo Andrés Manuel López Obrador y el nuevo partido/movimiento MORENA.
Thelma Aldana es una adalid de la lucha contra la corrupción y la impunidad. Oscar Clemente Marroquín ha estado en esa contienda desde hace aún más tiempo. Nineth Montenegro ha sido constante en su labor de fiscalización legislativa. Tienen, por lo tanto, ganada una legitimidad en ese ámbito.
Pero el reto que tendrán que asumir trasciende esa práctica anticorrupción e impunidad. Les tocaría a ellos (as) y a quienes se sumen en esta iniciativa pasar de la cruzada que ahora los legitima a la pretensión de conquistar el poder político, la cual requiere también de otro tipo de sabiduría y atributos.
En primer lugar deben entender plenamente que la corrupción no agota la problemática que enfrenta nuestro país. No es cierto que ella sea la culpable de todos nuestros males, aunque sin duda, los ha acrecentado y ha limitado la capacidad que podría tener el Estado de jugar el rol que constitucionalmente le corresponde. Un modelo económico históricamente concentrador, un Estado débil que apenas obtiene el diez por ciento del Producto Interno Bruto como ingresos fiscales y que ha estado secularmente al servicio de los sectores hegemónicos tradicionales, así como las políticas neoliberales impulsadas por los organismos financieros internacionales y asumidas dócilmente por los gobernantes nacionales, son, entre otros, factores esenciales que explican los altísimos niveles de pobreza, la descomunal desigualdad y la grosera exclusión.
Por eso, la esperanza es que esta plataforma política se logre consolidar alrededor de un planteamiento programático integral, que incluya no sólo reformas superestructurales, sino que también las transformaciones estructurales que Guatemala requiere. Un gobierno que promueva una concertación nacional alrededor de esa plataforma programática que puede ser mínima y, sin duda gradual, pero esencial en su contenido. Un gobierno que no descanse en el servilismo hacia el imperio (corre y corre hacia la Avenida La Reforma o directamente hacia Washington), sino que en la dignidad, el aplomo y la voluntad férrea de cambiar este país.
No se vislumbra en el horizonte otra opción viable para recuperar el Estado de los poderes mafiosos que lo han cooptado, impulsar la reforma política y el fortalecimiento de la justicia e iniciar el camino de las transformaciones estructurales. De ese tamaño es el reto que tendrán.