Adrián Zapata
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La oración con la cual titulo esta columna la he tomado prestada (sin permiso, obviamente) de Andrés Manuel López Obrador, AMLO, presidente electo de México.
Su contundente triunfo electoral es histórico en México y un hecho esperanzador para América Latina, ya que el péndulo está en el lado derecho del espectro político continental.
El índice de participación de la población fue significativo y la cantidad de votos que obtuvo es superior a la suma de los recibidos por todos sus contrincantes juntos. De nada sirvieron las torpes angustias clasemedieras que pretendían esparcir el miedo a AMLO amenazando con que habría otro Maduro en México, desconociendo las inmensas diferencias que hay entre estas dos experiencias.
El primer discurso del candidato triunfador fue lleno de sabiduría, tratando de atemperar los temores y tranquilizando a los actores económicos nacionales e internacionales que podían percibir en su futura gestión un riesgo para sus capitales. Fue un discurso de conciliación, ya que no es lo mismo ganar una contienda electoral que gobernar.
Pero Andrés Manuel no dejó de ser coherente, a pesar de su esfuerzo por conciliar. Claramente dijo ser radical, porque los problemas hay que atacarlos desde sus raíces, pero sujetos a la legalidad y al respeto de la institucionalidad.
A mí me parece una genialidad su frase de asociar la prioridad que deben tener los pobres para un Estado, si estamos pensando en el bien de todos. Claramente hace explícita la complementariedad entre opciones que podrían plantearse por muchos como contradictorias y hasta antagónicas. El Presidente es de todos, dirán algunos, y por lo tanto no tiene el gobierno que tomar opciones preferenciales. Pero la estabilidad, la gobernanza y, lo que es fundamental, la cohesión social necesaria tanto para la legitimidad del Estado, como de la democracia y del impulso del desarrollo, pasan por superar los niveles de pobreza existentes. Incluso la potencialidad del crecimiento económico está mejor garantizada si no hay pobreza, porque la población en general tendría capacidades adquisitivas y, por consiguiente, el consumo sería un motor del crecimiento.
AMLO hizo de la lucha contra la corrupción su principal bandera. Tiene suficientes credenciales en el ejercicio de la función pública que avalan su credibilidad en este tema. Andrés Manuel no es un “out sider” que levante la bandera de la “antipolítica” para engañar bobos que quieren un no político para hacer política. Tiene una propuesta programática que va más allá de la lucha contra la corrupción, aunque haya hecho de ella su bandera electoral.
Pero en este artículo no sólo quiero referirme al entusiasmo que provoca el resultado electoral comentado entre los progresistas latinoamericanos y a la esperanza que nace en los mexicanos. También deseo hacer algunas extrapolaciones para el caso guatemalteco.
Si partidos fuertes e históricos como el PRI, el PAN y el PRD han salido heridos de muerte por ese movimiento político denominado MORENA, imaginemos qué pasaría en nuestro país si surgiera un liderazgo y una plataforma política que, reivindicando la lucha contra la corrupción y la impunidad, participara electoralmente. Se podrían provocar vientos huracanados que barrerían con esos desparpajos que ilusoriamente se llaman partidos políticos acá en Guatemala. Sin embargo, esta seducción masiva que provoca la lucha contra la corrupción, debe ser complementada, tal cual sucede en México, con una propuesta programática que vaya más allá de ella.
Por eso en México, como en Guatemala, y en el continente entero, el bien de todos pasa por la prioridad que se les dé a los pobres. Sin esta comprensión, en el largo plazo no habrá país vivible.