Dra. Ana Cristina Morales Modenesi
La idea de un examen mental a la inversa viene del hecho de que lo usual es que un terapeuta realiza este análisis a otra persona que por lo general le consulta. Pero también se adquiere la posibilidad y la destreza de ejecutar el propio. Mientras realiza su trabajo y en momentos de introspección que le conducen al autoanálisis y al análisis de la contratransferencia.
El examen mental tiene cambios debidos a enfermedades y ante respuestas al ambiente. El autoexamen tiene un mayor sesgo subjetivo. Una experiencia de carácter personal siempre es más difícil de compartir, por ejemplo, por muchos años he tratado de comprender la locura, el dolor que las personas cursan al llegar a ella y a no tenerle miedo. Si no, de manera contraria, procurar un proceso de entendimiento, consideración y compasión ante su carácter emblemático y enigmático.
Pero la he visto siempre ante una distancia prudencial, por lo menos la que atañe a los otros. Siempre ante la situación de ser la médica “la sana” y el contacto con esta enfermedad desde un ámbito profesional, contando con algunas maneras de protección ante manifestaciones poco probables pero posibles de agresión para mi persona. Por ejemplo, con el acompañamiento de: personal de enfermería, de servicios varios de apoyo, de servicios de seguridad, de trabajo social, de oficina u otros médicos. Algunas veces he sentido situaciones perturbadoras ante algunas de las manifestaciones de las personas que luchan con determinada clase de psicosis. Por ejemplo: gritos y llantos que emanan un estridor estremecedor que resuenan en el dolor propio, cantos melancólicos sofocantes que precipitan el propio deseo de llorar. Imágenes grises de personas desnudas con la apariencia de insensibilidad al frío y de falta de temor al pudor propio o ajeno. Olores manicomiales consistentes al de heces, orina y a un sudor especial, un sudor guardado. Risas y golpes carentes de sentido. Automatismos, robotizaciones, escasez de fluidez y espontaneidad, inhabilidad para asistirse a sí mismos. Y durante algunas entrevistas enlazar con una ruptura y desconexión de ideas que en algún momento logra entumecer la mente.
La escucha de monólogos rutilantes y otros decadentes, sentir un miedo paralizante que en ocasiones exalta a la agresión y yugula el placer de vivir, captar la interpretación del mundo, tal cual ese otro lo ve, lidiar con la desinhibición y mantener una postura humana y ética al respecto.
Sentir la inminencia de muerte, o tal vez, de explosiones de violencia y quedar sometido a la impotencia de no encontrar alternativas para liberar las barreras que le impiden a la persona reencontrase consigo y con la experiencia vital de vida. Batallar con el sufrimiento humano y el avasallamiento personal que ello pueda implicar. Terminar una jornada de trabajo con la dificultad para poder hablar de manera fluida y tampoco querer seguir escuchando o hablando, sintiendo un cerebro paliducho o exprimido, presentar dificultad en la atención y concentración, en ocasiones, inmersos en una sensación de desplome y cansancio.
También encontrar la satisfacción de observar cambios en la vida de las personas que le mejoran su existencia y la posibilidad de disfrutar de existir, avanzando a veces sin percatarse. Observar una perspectiva diferente con esperanza en su luz.
En otros momentos disfrutar del jolgorio de la locura, de ideas fluidas y edificantes con una innovación refrescante, con apertura a cambios y propuestas innovadoras. A veces acompañadas de conductas estrafalarias y caricaturescas de las personas con quienes se establece relación que invoca el deseo de sonreír al unísono y escapar de una realidad que estrangula. El juego de palabras, la versatilidad de las mismas, la congruencia de la incongruencia se observan y provocan una dualidad de sentimientos que oscila de la alegría a la tristeza.
Hace poco tuve la oportunidad de subirme a un Transmetro y entré como una persona más, no era psiquiatra en ese momento acababa de terminar con una primera jornada de trabajo y ocurrió lo siguiente: una señora entre los 40 a 50 años de edad con arreglo desvencijado me clava su mirada, una mirada colmada de un profundo rencor y comienza a tratar de convencer a su audiencia, los otros pasajeros, de que yo la había tratado como loca. Esta era mi primera vez compartiendo con una persona que se encontraba psicótica ante un ambiente no profesional. La oía decir a una y otra gente que yo la había insultado, y la había llamado loca. Y clamaba porque ellas se aunaran a su reclamo. Mientras me miraba de la manera descrita no desistía de conseguir seguidores y la intensidad de sus acciones iba en aumento. Un tanto más de permanecer ante ella, creo que hubiese podido desencadenar una agresión física de su parte. Me sentí con temor a su agresión, pero más que temor me sentí triste. Triste porque aunque sé que su rencor no era personal, nunca antes había sentido ese grado de rencor para mi persona y me provocó una especie de frustración sumada a un quiebre narcisista. De manera precisa me eligió a mí, y su lectura inconsciente, tal vez, fue más profunda de la que yo hubiese podido aportar en aquel momento.